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Tribuna
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Sobran ausencias

Cerca de 1.500 pueblos españoles han sido abandonados. Va-rios cientos se ahogaron en embalses. Pronto la cifra aumentará y mucho, pues en otros tantos núcleos de población ya sólo viven mayores de 60 años. La insaciable sed de grandes presas se llevará otro puñado de pasados, que son tan dignos y a respetar como los de cualquier ciudad. Es duro, pero conviene conocer al menos alguno de estos lugares. Entre otras cosas, porque de ellos brotan preguntas como éstas.¿Hay silencio más grande que el de la ausencia de los murmullos cotidianos y de la música chisporroteando por las ventanas?

¿Hay soledad más densa que la falta hasta de gallos en la aurora y de ladridos en el crepúsculo?

¿Hay dolor más evitable que la erradicación de los niños, de sus risas, de sus juegos, ya perdidos?

¿Hay cadáver más horroroso que el de los anhelos de cien generaciones segados, acaso para siempre, de ese futuro que les quería dar sentido?

Aunque sea verano sólo responde el frío, tiritando por lo roto.

Hasta se echa de menos lo menos envidiable, que es la envidia del que suda hacia el que deja de sudar, porque se come su esfuerzo: apenas pagado, no reconocido, menos aún agradecido.

Poco es lo que alivia de esa doble muerte, la única completa. Esa que cava el abandono aumentado por el olvido.

Se fueron las gentes adonde ahora y de momento sobra de todo. Sobre todo gente, ruido, humo, paro y soledad. Se han ido, sin más, sin apenas acta de defunción, sin certificado médico de acabamiento.

¿Por qué, al menos, no enterramos a los pueblos muertos para que su impúdico hedor no nos hiera?

Pero están ahí, acaso para decir algo a lo que se debería prestar atención. Su sacrificio, inútil y veloz, podría ayudar a una reflexión. La de que los que se fueron, lo hicieron voluntariamente expulsados por un decreto que dice que lo básico es lo último. Que habitar lo disperso no es rentable, que los manantiales de lo que somos se pueden secar sin más. Que cuidar de los cultivares, los bosques, la transparencia, los suelos y las culturas, no merece un pago justo, ni respeto, ni siquiera el recuerdo.

Vacío es lo que rodea a lo lleno. Nuestras concentraciones de esplendor recuerdan a esas frutas, magníficas, que penden de las ramas de árboles viejos a los que se les están pudriendo las raíces. Logros que nos admiran, pero que anuncian una interrupción entre lo que sostiene y lo que produce, entre lo que nutre y lo que es comida. Tal vez comencemos a entender mejor el proceso, porque ahora se nos ha caído encima que también en lo densamente poblado se está produciendo otro abandono muy parecido. Se están vaciando las bases de la pirámide demográfica. Escasean los nuevos habitantes. Se pudre otra raíz. El bienestar está amenazado por la ausencia de futuros cotizantes.

La expansión incontenible de lo urbano es progreso, no cabe duda. Pero mucho más si no se salda con tantas ausencias. Buena parte de los abandonos son la respuesta a una incapacidad para reconocer cultural y económicamente las funciones de lo rural, de los procesos vitales, de lo no rentable. No menos son la secuela de una estimulada concentración uniformadora. Esa que de momento resulta un buen negocio para los dueños de una virtualidad que desprecia sus bases de aprovisionamiento, las ahora en ruinas.

No sobra gente en ninguna de las periferias. Todo lo contrario, evitar la necesidad de emigrar o de importar gente evitaría algunas de las peores enfermedades del momento.

Nadie debería sobrar, pero menos aún la presencia del humano sobre la piel de una Tierra que, aún así, todavía nos acoge y nos sustenta.

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