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La construcción nacional

Los que habitan entre los oscuros bastidores de la política lamentan con frecuencia (aunque casi siempre de manera reservada) que quienes no los frecuentamos aventuremos opiniones sobre las delicadas cuestiones que sólo deben ser abordadas con discreción y entre entendidos. El reproche, al que ningún partido es ajeno, podría servir de punto de partida para una larga disquisición sobre el significado de la democracia en las sociedades industriales avanzadas, pero, como no hay tiempo ni ganas para ello, lo mejor es olvidarlo. Quieran o no los políticos, la opinión pública, a cuyo servicio están, sólo se puede construir sobre lo público y notorio, y su primera obligación para con ella es en consecuencia proporcionarle todos los datos que debe conocer.Los hechos relevantes que configuran la situación actual del duradero problema vasco son conocidos y simples: la concertación en septiembre de 1998 de un acuerdo entre todos los nacionalistas vascos, el famoso Pacto de Estella, que excluyó a los no nacionalistas del gobierno del País Vasco, quebró la larga alianza del PNV con el PP y llevó a ETA a concedernos el respiro de una tregua indefinida; el anuncio formal del fin de ésta mediante un comunicado de la organización terrorista y el intento de reanudar la práctica del terror con la voladura de medio Madrid, felizmente frustrado por una eficaz acción policial; la ruptura de la alianza entre PNV y PP en la política española, seguida de un enfrentamiento verbal cada vez más vivo entre ambos, al que acompaña, como la sombra al cuerpo, una aproximación también creciente entre el PNV y el PSOE. Por último, como hecho futuro pero condicionante de la actuación de los partidos en el presente, las elecciones generales que han de celebrarse en marzo del año 2000.

También conocidas, aunque menos simples, son las razones que sus autores aducen para tales hechos. Las más claras y simples son las de los autores estatales. Las que el presidente Aznar viene ofreciendo para explicar su decisión de agotar la legislatura giran en torno a la conveniencia de la estabilidad y son plausibles, aunque, hasta donde sé, no toman en cuenta los efectos negativos de esa decisión, y entre ellos el de la dilatada retroactividad del efecto perturbador de las elecciones cuando se sabe de antemano que no se adelantará la fecha límite impuesta por la ley para celebrarlas. Las de la Guardia Civil no han sido dadas, ni maldita la falta que hacía; los guardias interceptaron las bombas y detuvieron o intentaron detener a quienes las traían para cumplir con el deber que la ley les impone de protegernos en el ejercicio de nuestros derechos, el de la vida en muy primer lugar.

Aun limitándose al campo de los motivos proclamados, los únicos de los que cabe hablar, las razones que impulsan la acción de los partidos son menos claras y están estrechamente conectadas entre sí. La inversión, o casi inversión, en el sentido de las relaciones entre PP y PSOE, de una parte, y PNV, de la otra, está explícitamente motivada por la distinta valoración que los dos grandes partidos hacen de la decisión del último de mantener su acuerdo con los demás nacionalistas ( es decir, fundamentalmente con Herri Batasuna en su avatar de Euskal Herritarrok), a pesar de la ruptura de la tregua, una decisión que el PNV explica por su utilidad para prevenir el regreso a la práctica del terror y que, por tanto, hay que entender que sólo ha podido mantenerse hasta ahora, no sé si paradójicamente o no, merced a la afortunada intervención de la Guardia Civil. La que ETA ha dado para explicar la ruptura ha sido la de su desencanto por la conducta de los nacionalistas moderados después del acuerdo con los inmoderados, su irritación porque aquéllos no han cumplido los compromisos adquiridos. La discusión interna acerca de la existencia o alcance de tales compromisos es apasionante, pero no es indispensable entrar aquí en ella. Tampoco es indispensable (ni posible sin quebrar el precepto aristotélico que prohíbe mezclar lo trágico y lo cómico) entrar a analizar las razones, si son tales, que han llevado a los etarras al intento de castigar a los nacionalistas moderados con el pesar y el dolor que, como hombres honrados, sin duda habrían de sentir por la destrucción de una parte más o menos grande de Madrid y la muerte de algunas decenas, o centenas o millares, de madrileños; incluso por la de uno solo de los sufridos vecinos de la villa que por fortuna ya no es Corte. Quizás hubieran podido encontrar medios menos gravosos y complejos para apesadumbrar a los hombres y mujeres del PNV, pero no quiero insistir en ello porque mi juicio puede parecer interesado; en todo caso, la elección del procedimiento contradice la insistencia en la necesidad de respetar lo que, también con un barroquismo innecesario, se llama "ámbito vasco de decisión", otro tema que ha de quedar de lado.

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Más arriba, y en virtud del encadenamiento entre ellas, como origen de todas las demás, están las razones que llevaron al Pacto de Estella. El objeto del pacto es relativamente claro y único: dar al PNV y a su socio menor el apoyo de los radicales para permitirles gobernar sin los votos de quienes representan a los vascos no nacionalistas. También parecen ser las mismas las razones de unos y otros. Tal vez haya otras, pero las proclamadas son las de conseguir la paz, es decir, el término de la violencia (sobre todo de la violencia terrorista, porque la simplemente "callejera" parece preocupar menos) y la de avanzar unidos en un "proyecto de construcción nacional". Como han puesto de manifiesto tanto la decisión de ETA de volver a las andadas como las tensiones actuales entre PNV y EH, la valoración que el partido "moderado" y el "radical" hacen de estas razones en las que coinciden es sin embargo muy distinta e incluso contrapuesta. Como si unos vieran directamente la realidad y otros sólo su imagen en el espejo, el PNV insiste en que para ellos lo esencial es la paz y la incorporación al juego político de quienes hasta ahora no entraban en él o lo utilizaban sólo como un instrumento más de apoyo a la violencia; Otegi y los suyos, por el contrario, afirman que el proyecto de construcción nacional es el objetivo central, y todo lo demás, medios a su servicio. La forma es idéntica, pero los lados están invertidos: lo que para el PNV es medio, es para EH fin, y viceversa.

Esta discrepancia en la valoración de las razones de la acción no tiene importancia sin embargo más que para los propios actores, para su tranquilidad de conciencia y quizás para su imagen pública. Como diría cualquier aprendiz de jurista, lo único que hay que tener en cuenta a la hora de interpretar un contrato es su causa, no las motivaciones psicológicas de los contratantes: el comportamiento ajeno que determina el propio, no los motivos explícitos u ocultos por los que quiero deshacerme de lo que vendo o adquirir lo que compro. Y de las dos razones dadas para contratar, sólo una puede ser considerada en este caso como causa del contrato. La otra, la de conseguir la paz, no puede serlo por la muy simple razón de que no depende ni poco

ni mucho de la voluntad de quienes contratan, sino de la de un tercero, la organización terrorista, a quien el contrato no obliga y que aparece sólo como garante de su cumplimiento. Dicho así resulta nauseabundo, y quizás lo sea, pero inexacto no parece. La decisión de los nacionalistas de acometer, sin contar con los no nacionalistas, un "proyecto de construcción nacional" es así la causa última de nuestra situación presente y debe ser el centro de todos los debates.

La expresión "construcción nacional", que parece traducción de la que algunos politólogos han utilizado para incluir en una sola categoría fenómenos muy diversos, resulta, al pasar del ámbito del análisis científico al de la acción política, más bien contradictoria. Si la lucha tenaz que los nacionalistas pretenden abanderar es la de la nación vasca por su libertad, parece absurdo que el primer paso a dar sea precisamente el de construir la nación que pretenden liberar. Para superar el absurdo aparente, que es el absurdo de todo nacionalismo romántico, que no parte de la realidad de la nación existente sino de la representación de una nación imaginaria a la que pretende dar realidad, hay que entender que lo que PNV y EH pretenden no es sólo construir la nación, sino también el Estado de esta nación; que el proyecto no es sólo de nation building, sino también de state building.

La nueva fórmula utilizada ahora para definir el objetivo común de moderados e inmoderados parece ir un poco más allá de la tediosa reivindicación del derecho de autodeterminación, y por eso parece ahora más profunda y difícil de salvar la diferencia entre los nacionalistas vascos y los vascos no nacionalistas, pero la separación existía ya antes y es poco lo que se ha ganado en la definición del objetivo, aunque parezca ahora más clara la opción independentista del PNV. No todo es malo sin embargo en esta redefinición de campos en la que la distinción entre nacionalistas y no nacionalistas prevalece sobre la que opone a los que consideran legítimo el empleo de la fuerza y quienes lo condenan. Unidos ahora en un mismo proyecto los nacionalistas que siempre han condenado el terrorismo y los que no lo han hecho antes y acceden a hacerlo, aunque sólo ocasionalmente y siempre de manera reluctante y cicatera, quienes no participamos en él, vascos y no vascos, estamos en mejores condiciones para exigir que se diga de manera clara cuál es el contenido concreto de tal proyecto. Sólo así podremos comprenderlo, discutirlo y eventualmente incluso aceptarlo.

Entre defensores de la España eterna y paladines de la eterna Vasconia (o eterna Euskal Herria) no hay, me temo, debate posible, pero entre el nacionalismo vasco y el que no hay inconveniente en llamar, si se quiere, nacionalismo español, sí debería ser posible, ya a fines del siglo XX, un debate racional. La condición inexcusable para eso es que cada una de las partes ponga sobre la mesa su propio proyecto, es decir, la configuración política que unos quieren instaurar y otros pretendemos mantener. Esta última es bien conocida, pero seguimos ignorando cuál es el contenido concreto de la aspiración nacionalista vasca. Se ha hablado mucho acerca de los procedimientos posibles para llegar a ella: la "reinterpretación", que muchos tenemos por disparatada, de la Constitución a partir de una noción de los derechos históricos que nada tiene que ver con la historia, ahora también la creación de instituciones tan novedosas como la asamblea de representantes locales, la celebración de unas esperpénticas (el adjetivo no es mío) elecciones constituyentes en todos los territorios en los que hay población euskaldún y, en último término, la convocatoria de un referéndum más o menos consultivo. Todo eso es muy divertido, especialmente para los juristas, que agotadas ya las posibilidades que ofrecen los derechos históricos y la Disposición Adicional Primera, pueden lanzarse ahora sobre las que se abren con la analogía entre el referéndum de iniciativa autonómica y el de iniciativa independentista. Pero no siempre lo divertido es útil, y en este caso no sólo es inútil, sino nocivo. Si se trata de construir una nación y un Estado, lo que importa es saber qué nación y qué Estado se quiere construir y por supuesto qué parte o partes de lo existente se quiere deconstruir. ¿Deberán renunciar los vascos a tener como propios el español y la historia que vivieron como parte de España? Y si no renuncian ni a lo uno ni a lo otro, ¿cuál será la diferencia entre la nueva nación vasca y la que ya existe? ¿Será el nuevo Estado tan celoso de su soberanía que se mantendrá al margen de la Unión Europea, o tan pragmático que presentará desde el primer instante su solicitud de adhesión? Y en este caso ¿la creen posible quienes pretenden construirlo? Sin tener respuesta a estas y otras muchas preguntas esenciales es imposible plantear pregunta alguna a los ciudadanos, ni en el "ámbito vasco de decisión" ni fuera de él.

Francisco Rubio Llorente es catedrático de Derecho Constitucional.

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