_
_
_
_
_
Reportaje:

Longoria recupera su sonrisa

Si el paseante administra su curiosidad y avanza despacio por la acera de la madrileña calle de Fernando VI, en su confluencia con la de Pelayo su mirada descubrirá súbitamente el palacio de Longoria. Es un edificio extraño y fascinante. Extraño por su caprichosa planta esquinada, sin nada que ver con la de la compacta urdimbre de casas de fachadas chatas que pretenden sofocarlo. Fascinante, por la ornamentación de ninfas, florones y acantos que lamen sus muros color siena y que tapizan su también fabuloso interior de escaleras bífidas, vidrieras polícromas y lucernarios emplomados.El rigor de los académicos de San Fernando impidió, a primeros de siglo, la proliferación en Madrid de edificios como éste, en el que planta y fachada asemejan el palacio a un hito surgido de frondosos sueños en medio de la grisura del centro de la ciudad. En este dédalo, el edificio erigido por José Grases i Riera en 1905, hoy sede de la Sociedad General de Autores, se yergue luminoso y atrevido como un guiño cómplice dirigido al paseante para ayudarle a combatir la rutina del paisaje urbano. Y ahí sobrevive. Es el principal emblema del modernismo en Madrid.

Fue mandado levantar por un prócer viajero tras haberse deleitado del capricho de esta arquitectura decorada, en Barcelona, Bruselas, París y Viena. Trató de evocarla en su palacete madrileño, del que fue propietario hasta 1912. Posteriormente, pasaría a manos de la Compañía Dental Española. En 1950 lo adquirió la asociación de creadores artísticos españoles. Entretanto, el palacio sufrió reformas desastrosas.

En su construcción fue empleado un tipo de piedra artificial penetrada por hierro, de gran resistencia pero de peligrosa porosidad: toda una bomba de relojería. El agua y la intemperie oxidaron el hierro desbocadamente; la piedra estalló en añicos. En su interior, la desidia y la confusión de algunos de sus dueños quebraron el ritmo de su grácil circulación interna y sepultaron todo el palacio en una languidez que estuvo a punto de eclipsar, para siempre, su belleza.

Para conseguir el milagro de su supervivencia, el arquitecto madrileño Santiago Fajardo, de 54 años, creador de la Escuela de Restauración de Toledo, fue encargado de su rehabilitación en 1990. Ayer la explicó públicamente: estudió su construcción hasta el detalle más nimio; acopió documentos y planos en 12 archivos distintos; descubrió la naturaleza de los materiales de sus muros y estucados, con la ayuda de tres laboratorios. Consumió tres años en averiguar el lenguaje misterioso que la apuesta modernista de Grases i Reira compartió con ninfas, gnomos, florones y forjados. A partir de enero de 1992 y hasta mayo del año siguiente, Fajardo emprendió una acción de choque. Con dos aparejadores y un equipo de artesanos, consolidó todas las fachadas. Combatió las enfermedades que aquejaban a sus paramentos. Recuperó su tonalidad cromática original. Erradicó las consolas de aire acondicionado que afeaban sus ventanas. Demolió los cuerpos incrustados en obras anteriores. Y restableció la armoniosa circulación y la luz y la decoración de sus espacios interiores. El palacio brinda de nuevo al paseante su mejor sonrisa.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_