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Fin

Miquel Alberola

MIQUEL ALBEROLA

Estos días he recogido unas piñas secas del santuario ecológico de la Tinença de Benifassà para encender un fuego muy puro y asar alcachofas y embutidos. Es el extremo sacramento que pensaba administrarme antes de que el 31 de diciembre a las doce de la noche se fundan los plomos del planeta y el universo se repliegue sobre sí mismo, nos aplaste en una densidad formidable y se lo zampe una estrella caníbal en un aperitivo sideral. Para adecentar mi interior ante este desenlace inminente he viajado hasta el silencio ojival del Maestrat y Els Ports, donde me he sometido a las ráfagas de un viento muy indicado para secar cecina y chorizo de ciervo, hasta orear mi impudicia y dejar mi alma lijada como una de las muelas calcáreas que acorazan este entorno. Asimismo, me he impregnado de la serenidad de la rampa de cipreses del monasterio de Santa María de Benifassà y de algunos esqueletos de pino extenuados por el ozono de la central térmica de Andorra. También he metido los dedos en el suelo oxidado que propició el arte ruspestre de la Valltorta y, bajo el vuelo profético de algunos buitres leonados que avistaban mi apremiante carroña, me he perfumado las perneras con tomillos y trufas, del mismo modo que hiciera el botánico Cavanilles. Incluso he puesto los pies en la misma losa sobre la que Sant Vicent Ferrer amenizó el tedio de los vecinos de Catí como si fuese Luis del Olmo. Pero sobre todo, he visitado Morella. Uno no puede entregarse a la calamidad del 2000 sin haber ido antes a Morella para constatar su propia insignificancia ante esa teta gótica -que tanto excitó la líbido carlista-, cuyo pezón rebasa los mil metros de altura sobre el nivel del mar. Sólo después de comparecer limpio ante este altar civil de piedra se alcanza la espiritualidad del pueblo casi fósil de Herbeset, donde con una agalla de bacalao y unas gotas de aceite se podría sobrevivir al efecto 2000, al míbor, al I+D y a otros azotes bíblicos contemporáneos. Ahora estoy en paz conmigo mismo. Sólo deseo que las piñas prendan un buen fuego y, si es posible, que no se cumpla la profecía para poder regresar algún día.

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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