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Reportaje:PLAZA MENOR - MONTEJO DE LA SIERRA

A la rica sierra pobre

Nunca entendieron los hijos del asfalto que por casualidad, necesidad o curiosidad pisaron estos abruptos derroteros, por qué llaman "sierra pobre" a esta montuosa, periférica y excéntrica comarca madrileña, rica en vegetación, fauna, paisaje y agua, que es su mayor tesoro, una fuente de riqueza de cuyo caudal se beneficia la omnívora urbe capital.Al este de Somosierra, entre las cuencas del Lozoya y el Jarama, en tierra fragosa y fronteriza, Montejo de la Sierra es un núcleo característico y representativo de los pueblos de la sierra del Rincón y el más conocido, por hallarse en su término, valga la redundancia, el "hayedo de Montejo", uno de los bosques de hayas más meridionales de Europa. Independientemente de su latitud y longitud, este bosque dominado y denominado por las orgullosas y selectivas hayas, que comparten protagonismo con los robles, es un vivero, asilvestrado y preservado de múltiples especies arbóreas y arbustivas entre las que cuenta el esquivo y espinoso acebo, amenazado de extinción por su inhóspita belleza, por su cualidad de planta ornamental y navideña según una tradición nórdica infelizmente importada a una tierra en la que esta especie es rara avis. A tan rica flora le corresponde una fauna no menos variada y noble que se beneficia del peculiar ecosistema del hayedo que antes recibía el nombre, más popular y humilde, de El Chaparral. Así se llamaba en 1460 cuando los vecinos de Montejo se lo compraron a un caballero de Sepúlveda, y era un paraje famoso, mencionado en el Libro de la Montería de Alfonso XI, que a comienzos del siglo XIV recorría estas tierras a la caza del oso y del jabalí. Las visitas al hayedo de Montejo están restringidas y organizadas por el Centro de Recursos de Montaña, uno de los motores principales de un desarrollo turístico compatible con la conservación del entorno natural y del medio ambiente en La Mancomunidad de la Sierra del Rincón.

Cinco rincones tiene esta Sierra es el título que campea en la portada de una pequeña carpeta que venden en el edificio del centro y que contiene pormenorizadas indicaciones, planos, itinerarios y sugerencias para el mejor conocimiento y fructífero goce de los muchos y desconocidos encantos de esta comarca. Los rincones son, con el de Montejo, los del vecino Horcajuelo, Prádena, La Hiruela y Puebla de la Sierra.

Tierras agrestes en las que aún subsisten los viejos usos ganaderos que un día impusieron su dominio y sus servidumbres en prados y dehesas, en desmedro de los usos agrícolas. Pese al predominio ganadero y a lo abrupto del terreno, en Montejo de la Sierra florecieron también los cultivos gracias a una ingeniosa canalización, a las regueras que recogen el agua de los numerosos arroyos y la distribuyen por huertas, prados y linares, campos de lino. Esta planta, hoy denostada e inocente víctima sacrificada en la pira de los cazaprimas, gozó de excelente reputación, paralela a la de los artesanos que lo tejían. Los tejidos de lino y los paños de Montejo vivieron su mayor auge en el siglo XVIII. En un censo de oficios de esa época aparecen inscritos en Montejo un cirujano, un boticario, dos arrieros, un escribano, un sacristán, un maestro de escuela, un herrero y tres tejedores. Hoy en la nómina de oficios habría que reseñar los nuevos menesteres turísticos que aquí se concretan en un económico, limpio y confortable hotel con piscina y restaurante atendido por un animoso y joven equipo de profesionales y en la rústica posada y mesón El Hayedo.

La edificación tradicional de esta sierra tiende a mimetizarse con el paisaje. Los antiguos y los nuevos o renovados edificios dejan ver las aguzadas lascas de los esquistos, rocas metamórficas que afloran en forma de hoja y que constituyen, con la madera y el adobe, los materiales clásicos de construcción. Las rocas pardo rojizas ingeniosamente apiladas emergen bajo el enfoscado, aunque hoy la tendencia es dejarlas al aire por razones estéticas.

En el edificio del centro de recursos reparten gratuitamente un folleto editado por la Consejería de Medio Ambiente, en el que se dan algunos consejos a los turistas y que concluye así: "Conviene recordar que los pueblos no están preparados para los coches. Las calles son estrechas, las curvas tortuosas y las plazuelas están concebidas para la tertulia al sol".

Las plazuelas, que aquí se llaman "corrales", orientadas al sur, sirven también para secar las judías, tender la ropa, hilar o bordar, pero sobre todo están hechas para la conversación, como se deduce de los "machacaderos", poyetes de piedra que sirven de asiento.

La iglesia parroquial de San Pedro, construida en el siglo XV, centra el entramado de empinadas y estrechas calles del casco en el que se conservan varias casas serranas tradicionales, de tres plantas, tejado de varias aguas, balcones estrechos y balcones de madera o forja, junto a pajares y establos de rústica y sólida factura. Las fachadas de algunos de estos caserones se prolongan sobre la aceras con emparrados, acogedores porches vegetales que tornan borrosa la frontera entre el espacio público y el privado, como corresponde a la tradición solidaria y hospitalaria de estos pueblos serranos de largos y gélidos inviernos en los que la unión y la colaboración de todos es garantía de supervivencia.

En el mesón El Hayedo, figón de buen yantar y precio honrado, se exhiben viejas fotografías del pueblo de antaño, escenas de una vida cotidiana plácida y compartida bajo el sol milagroso del invierno o a la sombra del verano por los hombres y sus bestias domésticas, arrieros, carros y caballos, campesinos curtidos y hacendosas mujeres hilanderas y artesanas, duchas también en los trabajos de la huerta y las tareas ganaderas. Inmune al paso del tiempo, un soplo de aquel viejo espíritu flota aún por las calles de Montejo. A la salida del mesón, los perros, ajenos a su presunta peligrosidad, frotan su hocico en las piernas de los forasteros, mueven el rabo, arriesgan un lametón y si no encuentran oposición por parte de los homenajeados, les acompañan un trecho en su callejeo hasta que la sombra de un gato que se cruza les hace abandonar su guía.

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