Echar el cierre
La ciudad ha cambiado desde la semana pasada. Los colegios echaron el cierre, un cierre que parece importar menos que el cierre de los bares, pero que a la mayoría nos cambia la vida durante meses. Incluso la ciudad cambia de tono, sin la desesperación de los autobuses escolares y el trasiego de niños cargados con mochilas. Hay intelectuales que no han tenido hijos ni los tendrán; hay intelectuales que los tienen, pero que los mantienen a distancia, como si el hecho de ser padres, con toda la belleza y la miseria que eso trae, les diera algo de vergüenza. Un intelectual me preguntaba en una de esas comidas que cómo era escribir con hijos, y me lo preguntaba con cierto aire antropológico que no dejó de sorprenderme, porque siempre he creído que el artista, por hablar en general, ha de estar cerca de la vida en todas sus edades, y no ser desdeñoso con ninguna. Pero en este mundo cultural donde se alaba al hombre solo y maduro, y a la mujer sola y madura, hay poco sitio para los hijos, y como es habitual, lo que no se tiene se desdeña. Qué lejos queda la foto de Valle-Inclán con su aspecto tan poco concordante con la paternidad y, sin embargo, sosteniendo entre sus piernas a su hija pequeña. O Lorca con su sobrino en uno de esos abrazos chillaos. O Nabokov con su hijo. Los años setenta nos trajeron la idea de que lo que sonara a responsabilidad, a cariño vigilante, a protección y a exigencia cariñosa no eran más que pamplinas del pasado. Todo se ve el día de la entrega de notas. El mundo entero está ahí, el futuro. Los padres que ayudaron y vigilaron a sus hijos; los que recogen los suspensos y se sienten culpables; los padres que practican un nihilismo intelectual que les impide sentir nada; los padres exigentes, que más que las notas piden el libro de reclamaciones; los que sobreprotegen a los hijos, y los que los han tenido por equivocación y los dejarán más solos que la una. Se ve el amor, el error y la bondad. Se ve con frecuencia a quien quiere echar sobre las espaldas del maestro su propia ineficacia como padre o madre.
Y luego, al día siguiente, cuando ya los niños están en casa, subiendo la temperatura ambiente, se ve a las madres protestar en las tiendas por esos niños que con el calor se ponen insufribles, y se ve a los padres protestar por esos maestros que tienen un montón de vacaciones, y que hay que ver cómo viven y lo que se quejan.
Escribo este artículo exclusivamente para desearles a los maestros que tengan un buen verano, que descansen, que se olviden de las APAS, que a menudo les impiden tener plena autoridad sobre sus clases; que se olviden del ministerio, que les hace rellenar formularios tan tediosos sobre el alumnado; que se olviden de que ya no pueden hacer nada contra un alumno que les saca de quicio sin que haya de reunirse el consejo escolar; que se olviden de los padres que defienden a sus hijos en situaciones indefendibles; que se olviden de que en esta sociedad han perdido, o se les ha quitado, la consideración que se merecen. Les deseo que carguen las pilas para lo que les espera; les comunico que yo, como muchos otros, consideramos su oficio uno de los más difíciles, más sufridos y cuyo nivel de importancia en el futuro del país es inversamente proporcional a la atención que normalmente se les presta.
Me gustaría decirles a los padres que si ellos se cansan de sus hijos en verano, que piensen cómo se cansan los maestros al apacentar a treinta criaturas que cada vez vienen menos educadas de casa. Ahora que tantas cosas se están revisando en los métodos educativos, ahora que tanta pedagogía liberadora está haciendo aguas, aprovechemos el cierre que se acaba de echar en los colegios para reflexionar sobre algo que nos concierne casi más que cualquier otra cosa. Tanto debate cultural sobre si los niños leen o no leen, cuando lo importante es que los hagamos seres educados y sensibles, compasivos, respetuosos. De eso sabe más que nadie mi admirada Josefina Aldecoa, que la semana pasada echó también el cierre a su colegio. Un día tengo que preguntarle cómo sobrevivió todos estos años pasados a tanta pedagogía insensata, cómo cultivó esa isla de elegancia que es ella misma y esa dulzura con la que dice lo que piensa. A Josefina, y a tantos maestros, el deseo de un buen descanso en el que no se acuerden ni de los niños ni de los padres (y me incluyo).
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