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Reportaje:PLAZA MENOR - DOCTOR FLEMING

Vacaciones en la costa

A este cuadrado verde nacido a la sombra de los altos edificios de Chamartín le creció una iglesia casi de camuflaje entre la jungla. El templo, consagrado a san Fernando, es una construcción moderna y horizontal en la que predomina el ladrillo y destacan los audaces planos inclinados de sus tejados, que le asemejan a esas lujosas villas que los olímpicos astros de la pantalla o la canción exhiben sin pudor en las páginas de las revistas ilustradas. La idea de edificar un templo de incógnito en una zona verde ubicada en lo que un día fue la zona más verde de la ciudad, partió tal vez de un urbanista cofrade de nuestro piadoso alcalde que quiso clavar una edificante pica en el corazón de un barrio al que los madrileños bautizaron como "Corea" por la invasión, no siempre pacífica, de los soldados yanquis de la base de Torrejón. En sus maniobras y correrías nocturnas, los marines iban dejando un reguero de dólares, whisky y mujeres de la vida, de una mala vida que a mediados de los años cincuenta se puso peor para sus mercenarias cuando el régimen quiso poner a dieta la lujuria de sus súbditos y dejó de tolerar las casas de tolerancia.

Pero el mal llamado oficio más viejo del mundo (estoy seguro de que los proxenetas, y tal vez los políticos, llegaron antes) no tardó en reacomodarse; con su acreditada versatilidad, los empresarios del sector se apuntaron al Plan Marshall y, al amparo de la bandera de las barras y las estrellas, abrieron barras americanas donde anónimas estrellas representaban la comedia del alterne y el descorche, como un peaje más en el espinoso y arduo camino del sexo de alquiler.

Estamos en el único país del mundo en el que el nombre del doctor Fleming aparece asociado con toreros y bacanales nocturnas. La calle dedicada al eminente científico, que fue en sus mejores tiempos algo así como la Gran Vía de Corea, bordea la plaza de la iglesia, a la que alguien se olvidó de ponerle nombre, lapsus que el cronista ha paliado a su aire, bautizándola en el antetítulo como plaza del Doctor Fleming.

También podría llamarse de Alberto Alcocer, como la flamante avenida que circula junto a ella, pero don Alberto, que fue alcalde de Madrid en las dictaduras de Primo de Rivera y de Franco, lo que da fe de su vocación, lealtad y longevidad, tiene probablemente más homenaje en el callejero del que se merece.

En igualdad de condiciones para la nominación estarían los patronos de las calles que cierran el cuadrado, pero al cronista ni siquiera se le ocurre proponer la candidatura del poeta Juan Ramón Jiménez, adjudicatario de una vía más discreta y aislada del bullicio por los árboles del parque. En cuanto a don Juan Hurtado de Mendoza, que cubre la retaguardia, habría que decir que, sin duda, se merece una plaza y una calle más castiza que la que le ha tocado en suerte a sus nobles apellidos. Gracias al comendador Hurtado de Mendoza, el escudo de Madrid obtuvo el privilegio de ceñirse la corona real; don Juan y su colega don Pedro Suárez recibieron el heráldico honor de manos del emperador CarlosV por los servicios prestados cuando acudieron como representantes de la Villa a las cortes de Valladolid.

Al castizo comendador le corresponde un sector de la zona americana, desmilitarizada ya hace mucho tiempo, en la que cada día van quedando menos testigos. Detrás de la iglesia de San Fernando se concentra la esencia y la presencia de Estados Unidos con un predecible Kentucky Fried Chicken y la excepcional barbacoa de Alfredo, legítima y mestiza cocina americana entre retratos de indios y vaqueros.

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Pero el santuario pagano de la calle es un pub inglés, muy inglés, al gusto americano, con su rústica y medievalizante fachada y una de las dianas de dardos más veteranas y gloriosas de la urbe. En El León Rojo nada ha cambiado desde 1966; quizás la madera ennegrecida esté más negra y más oscurecidas por la pátina las colecciones de posavasos y billetes de banco que forman parte de la abigarrada y casual decoración. Viejos recuerdos de Carnaby Street y de los sesenta en un pequeño bar en el que caben muchas cosas y muchas historias.

El joven reportero Raúl del Pozo acuñó lo de "Costa Fleming", que borró el nombre de "Guerra de Corea". El periodista se guió por la relajación de costumbres y de horarios de una zona en la que al caer la noche todo el mundo parecía estar de vacaciones, lo que no era cierto, por lo menos para las putas, los periodistas y los camareros. Otro cronista y vecino del barrio fue Paco Umbral, merodeador nocturno que buceaba, resguardado por sus gafas, en este acuario de sirenas y whisky.

Unos años después de la descolonización ocuparon el barrio los "ejecutivos", una plaga de presuntuosos con maletín que se estrenaban y a menudo se estrellaban en los ritos de aprendizaje de la modernidad que traslucía un horizonte sin Franco. Empresarios sin empresas, políticos sin partido, relaciones públicas sin idiomas, artistas sin función y funcionarios que se entrenaban para la transición, productores sin producto y starlettes que sólo brillaban cuando las luces se apagaban.

No sé si fue la iglesia, pero hoy el barrio ya no es lo que era. A la puerta del templo hacen cola, con fichas en la mano, una veintena de jóvenes latinoamericanas que vienen a recibir alguna atención social con moraleja.

En los jardines, tres niños escultóricos y raquíticos hacen equilibrios sobre una bola del mundo en un monumento algo cutre a la infancia. El quiosco ha cerrado porque está el día lluvioso, pero hay un claro de sol que una dama vestida de cuero caro de los pies a la cabeza y con gafas oscuras aprovecha para sacar de paseo a su pastor alemán, adiestrado para traerle los palitos que su dueña le lanza a muy corta distancia.

El cronista cree haber visto el fantasma de una de aquellas estrellas del cine español que nacieron en el barrio y tuvieron su oportunidad para triunfar en público con el destape cuando todos los guiones de la industria nacional se confeccionaban para justificar las escenas de desnudo.

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