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Tribuna
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De mi pueblo a Europa

Cuando fuimos por vez primera a las urnas para elegir a los alcaldes de nuestros pueblos, hace ahora veinte años, nadie estaba muy seguro de cuál habría de ser el destino de la democracia española. Cierto, se habían celebrado ya dos elecciones generales y nadie recordaba los sombríos augurios de aquellos eminentes politólogos que habían pronosticado una corta y caótica vida al sistema de partidos surgido tras la muerte de Franco. Pero que ese mal fario no se hubiera cumplido no quería decir que el horizonte apareciera por completo despejado. Lo más difícil estaba todavía por resolver. Lo más difícil consistía en construir un Estado sobre la base de una amplia autonomía municipal y regional/nacional e integrar simultáneamente a España en las instituciones europeas. Parecía trabajo de Hércules. Europa era una creación de Estados fuertes, con identidades nacionales al abrigo de cualquier duda esencialista. Después de la Guerra Mundial, los alemanes tenían motivos para dudar acerca de qué era ser alemán, pero ninguno dudaba de serlo; los franceses, por su parte, se tuvieron por tales incluso en los peores años de la ocupación, cuánto más al verse desfilar otra vez por los Campos Elíseos. Los españoles, sin embargo, no sólo dudaban de su nación sino que andaban afanados en la recuperación de sus perdidas señas de identidad.

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Y así, cuando terminaban los años setenta, queríamos ser muy de nuestro pueblo a la vez que muy europeos, recuperar la tradición local y parecer posmodernos. Eso dio lugar a una carrera un tanto descontrolada hacia la autonomía municipal y regional, por abajo, y hacia la integración continental, por arriba. Todo debía ser autónomo: la universidad, el municipio; a la vez, todo debía parecer europeo: comenzamos a chapurrear inglés y presumimos de estar a la última. Autónomo en mi pueblo, integrado en Europa, y que de España, medio oculta tras la púdica denominación de Estado español, fuera lo que Dios quisiera: tal parecía ser el humor dominante cuando empezamos a elegir concejales.

Lo que de ese humor pudiera resultar, nadie lo sabía, aunque no pocos temían que, tal como iban las cosas en Europa, décadas habrían de pasar hasta que se nos permitiera la entrada; y que, tal como las autonomías habían echado a andar, un golpe de timón nos devolviera a los negros años del peor centralismo españolista. Razonables temores de 1980 y de 1981; mientras ETA arreciaba su sangrienta escalada, Giscard d"Estaing complacía a los agricultores franceses dándonos con la puerta de Europa en las narices y Tejero apuntaba con su pistola a las alturas del Congreso de los Diputados.

Vistas las cosas con la perspectiva que sólo da el tiempo, no se puede decir que desde entonces nos haya ido tan mal. Por abajo, han arraigado sistemas y dirigentes políticos en lo que se antojaba una construcción artificial; por arriba, ser europeos se da por descontado. Hemos creado ámbitos de poder municipal y autonómico a la vez que nos hemos integrado en Europa: una hazaña que no hubiera sido posible sin la serie de elecciones que durante todos estos años han consolidado, hacia dentro, una nueva distribución territorial del poder, y han reafirmado, hacia fuera, la voluntad de participar en la construcción europea.

De ambas cosas es de lo que van estas elecciones, aunque el ruido levantado en la campaña por los dirigentes nacionales haya ahogado las voces y los debates en torno a las cuestiones que más de cerca y más de lejos atañen a nuestra vida diaria. Tanto mejor: las voces de los líderes habrán permitido a mucha gente dar un paso adelante en el saludable ejercicio de la deslealtad partidaria y votar con distinta papeleta en los diferentes comicios. El empeño de los políticos en parecerse a la imagen que cada cual tiene de su adversario vuelve más fácil ese voto dual o triple al que invita la acumulación de convocatorias: de mi pueblo a Europa no es preciso cubrir todo el trayecto a bordo del mismo tren.

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