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Ruidos en el sistema

Explicaba George Orwell a la altura de 1945 (véase su libro Notas sobre Nacionalismo) que "el buen nacionalista, además de rehuir la desaprobación de las atrocidades cometidas por su propio bando, desarrolla una notable capacidad de sordera para percibirlas". Claro que si tomamos la senda de los sordos enseguida nos encontraremos con el ruido, más aún si cabe en un país como el nuestro, que está catalogado por los expertos como el más ruidoso del mundo después de Japón. De ahí que, sin menospreciar las mediciones en la escala logarítmica de decibelios del ruido ambiente, nos limitemos en esta ocasión, caracterizada por la gran actividad bélica desplegada sobre Serbia, a una definición de ruido reservada sólo para "todo aquello que obstaculiza el fluir de la información". Llegados aquí, precisemos, enseguida, que utilizamos el término información en el sentido de "aquello que reduce la incertidumbre" y recordemos con Clausewitz que "la guerra es el campo de la incertidumbre; que tres cuartas partes de las cosas a partir de las cuales es preciso calcular qué acción debe ser emprendida en una guerra se encuentran más o menos ocultas en la nebulosa de una gran incertidumbre".Aceptemos con los clásicos que la guerra supone desde el comienzo dos tipos de actividad, la movilización de energía y la comunicación de informaciones. A los combatientes corresponde poner la energía sobre el terreno mientras los generales se reservan el segundo dominio, el de la información, en relación con el cual deciden cómo, cuándo y dónde debe ser utilizada la energía de que dispone el mando. Entonces, para comprender las dificultades del alto mando, recordemos con Morris Janowitz que al alto mando se le encomienda el desempeño de cierto número de papeles o funciones incompatibles entre sí, como los de líder heroico, administrador militar y tecnócrata, a los que se añaden, según Norman F. Dixon, los de político, experto en relaciones públicas, figura paternal y psicoterapeuta.

Pero, volviendo a la información, señalemos que la causa de muchos fracasos estriba en lo que los ingenieros de comunicaciones denominan la presencia de ruidos en el sistema y de que un hecho improbable, aunque reduce mucha más incertidumbre que uno esperado, es absorbido con mayores dificultades. Los hechos más ricos en contenido informativo requieren mayor capacidad de elaboración e interpretación, suponen una amenaza de regreso a una situación anterior de incertidumbre insoportable y emplazan a quien decide sobre esa base ante la desagradable posibilidad de haber cometido equivocaciones previas. De ahí la tendencia a cerrar los ojos. Más aún si quien ha de decidir se obsesiona con las consecuencias probables de una decisión en relación con las derivadas de otra. De forma que todo alto mando que sobrevalore la posible pérdida de autoestimación, o de aprobación social, o el miedo a molestar a un superior por encima de consideraciones más racionales se sitúa en el plano inclinado hacia la calamidad.

Ahora aceptemos que una política de defensa no consiste sólo en acumular armamentos; que supone también consolidar la cohesión nacional o la de la alianza que haya sido en determinado caso activada y que eso conlleva la reducción de los privilegios o de las excepciones. Así que, por ejemplo, de la intervención de la OTAN sobre Serbia en favor de los albano-kosovares cabe esperar repercusiones favorables para los kurdos de Turquía como de la guerra del Golfo se derivaron beneficios para la causa palestina. Y subrayemos que nada se hará sin los hombres, que no se trata siempre de un problema de medios, que la fuerza no otorga necesariamente el poderío si los ciudadanos dejan de sentir el deseo de defenderse, que Slobodan Milosevic se ha instalado en el prestigio del fracaso desde el que puede precipitar a los serbios en la lógica de la desesperación y que, como escribe Ken Booth (véase Strategy and Ethnocentrism), "there are other than English, strategic, and masculine ways of thinking".

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