En la iglesia
JUSTO NAVARRO Lo vi frente al mostrador. El hombre miraba a izquierda y derecha vigilando si era vigilado, dispuesto a infringir la ley, a robar. No me ve, pero yo lo veo a él, a punto de cometer un delito que debe parecerle inmenso, porque mira inmensamente a todas partes, presa de la tentación de los grandes almacenes: en los grandes almacenes hay gente que se marea, y gente que siente irreprimibles ganas de ir al cuarto de baño o llamar por teléfono, y gente que sufre el retorcido impulso de robar, aunque no le interese lo más mínimo lo que tenga al alcance de la mano. Hoy es un gran negocio la prevención del robo en los grandes almacenes, el tráfico de centinelas y robots y detectores electrónicos. Estoy en el supermercado de los grandes almacenes, nueva Iglesia de Nuestras Horas Ociosas, en la ciudad sitiada por la tremebunda banda de la trompeta y el tambor, legionarios, marineros, Guardia Civil caminera y a caballo, capuchinos y capellanes: para resistir el cerco de la Semana Santa y sus jueves y viernes muertos y santos, la gente acumula provisiones, alimentos sólidos y líquidos, ansiedad. Entonces, entre la multitud, el hombre no puede controlar su impulso cleptómano y mete la mano. Roba. Yo lo estoy viendo. Hunde veloz la mano en el cajón de las uvas negras a precio de oro y arranca una uva del racimo, y vuelve a mirar a su alrededor y huye con el botín, con su única uva negra en el hueco de la mano, cabizbajo y secretamente más joven y eufórico, a solas con su conciencia negra como la uva que acaba de robar. Era un hombre más bien escaso, envejecido y vestido de marrón, no muy afeitado o con esa barba que crece el doble en los días estúpidos, oculto bajo un chaleco de lana marrón y blanca seguramente regalo de una mujer, esposa o madre, con aspecto de guardar en los bolsillos caramelos infantiles y galletas seniles. No hay nada más gris que un hombre marrón, color café con leche. En ciertos países nórdicos nadie comprende esa pócima imposible, café con leche y azúcar, brebaje espejo como el hombre que acaba de robar la uva y huye entre estantes atestados de productos alimenticios de todo el mundo: muros de cuento de hadas hechos de pastas y dulces, licores de colores, carne, pescado y papel higiénico. El hombre huye y quiere comerse a sí mismo, o agoniosamente se lame y muerde los labios: por fin se ha metido la uva en la boca, disimulando, y se le hinchan los carrillos, cueva de Alí Babá para una sola uva, y ahora está masticando como si no masticara. Ahora se pregunta si las alarmas detectarán la uva en su aparato digestivo cuando cruce el control de la puerta. Nunca en mi vida había visto robar una uva, aunque conocía el gesto rapaz de pegarle en el mercado un pellizco al racimo para probar la mercancía. Así que no sé si tanta ostentación de culpa obedece a la enormidad de la hazaña o a la extrema insignificancia del delincuente. Quizá para este hombre humilde el mal supremo es tan ridículamente humilde que cabe en una uva. O, menos complicado, al hombre marrón le parece tan imponente su víctima, el sagrado gran almacén, que cualquier cosa robada aquí se convierte en descomunal y extraordinaria.
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