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Cuba está de moda

Así dicen en Nueva York y Bogotá, en Bruselas y Barcelona, en Caracas y París. Así dicen luego de disfrutar los conciertos de Compay Segundo, de Gloria Estefan o de Adalberto Álvarez y su orquesta. Así dicen cuando se abarrotan los teatros para ver una puesta teatral de Fresa y chocolate, que antes se ha visto hasta el delirio en su versión fílmica en cines abarrotados. Así recuerdan cuando un novelista cubano obtiene el Premio Cervantes, sin que importe mucho que el novelista se llama Guillermo Cabrera Infante y sea autor de al menos cuatro libros imprescindibles (que es muchísimo). Así comentan cuando otros narradores cubanos ganan el Premio Alfaguara o el Premio Azorín. Así también se rumorea con malicia cuando conocidas estrellas del cine o del rock muestran los admirables esposos -hombres espléndidos que no han salido de los estudios fotográficos de las grandes revistas, sino que (aunque parezca mentira) han sido conquistados en cualquiera de las más insignificantes y destruidas calles de La Habana o de Santiago de Cuba. Así exclaman, sotto voce, en los eventos de todos los continentes a los que, por supuesto, han nombrado "Cuba, hoy"; o tal vez: "Cuba, cien años después"; o mejor: "Cuba y la utopía", o cualquier otro título donde la palabra CUBA se destaque en altas y negras. Y si el Papa viene a la isla, los ojos del mundo entero se clavan en la isla y en el Papa como si de ellos dependiera el destino del mundo. (Los reyes de España provocarán, sin duda, semejante expectación).Los cubanos sabemos muy bien lo que significa estar de moda. A un excelente novelista le escuché decir en una ocasión francesa que hubiera preferido nacer en algún país del que no se hablara nunca. Se trata, por supuesto, de una broma. Me apresuro a aclararlo porque conozco la cantidad de cazadores "patriotas" (tanto de las llamadas izquierdas como de las llamadas derechas) que andan al acecho. Pero lo cierto es que cualquier cubano ha llegado a sentir alguna vez el deseo de nacer en Botswana o en Islandia, en el momento en que debe declarar el gentilicio que le corresponde, en el momento de sentirse observado como querubín o demonio -según el ánimo y las pasiones del interlocutor-. Hay segundos de verdadera desesperación cuando en las más inopinadas circunstancias nos lanzan la fatal pregunta a la cara: "¿Y cómo está Cuba?". O simplemente nos ordenan: "Háblenos de Cuba". O nos exigen poderes de oráculos: "¿Cuál será el futuro de Cuba?". ¡Como si fuera tan simple!

Escritores, músicos, pintores, bailarines, se ven exentos de hablar de literatura, música, pintura o danza, con tal de que lo hagan de economía, de política -mejor aún si son capaces de hacerlo de economía política. Estamos siempre convocados al mismo discurso, al mismo referente histórico, al mismo argumento de ideologías vencidas, dificultades materiales y espirituales, muros levantados y venidos al suelo, "incilios" y exilios, esperanzas y desesperanzas. Y volvemos a los mismos temas, claro está, porque sabemos que la culpa no está en los que inquieren, como tampoco en nosotros. Porque, en definitiva, no somos tan tontos de ignorar lo que es una verdad a gritos: las razones históricas que han llevado a que Cuba interese tanto a tantos, a que Cuba esté de moda.

Es cierto que algunos pescadores obtienen ganancias cuando el río se revuelve. No hay que dudar que muchos mediocres sacan partido de esta corriente procelosa que nos hace acceder a las primeras planas de los diarios. Ahí está la banalización de los ritos afrocubanos; los falsos babalawos que cobran, claro está, en contantes dólares; la literatura chapucera, desordenada y procaz invadiendo los mercados; la entronización de la vulgaridad; la mala música llenando las salas de concierto; los cuadros pintados en serie; ahí están los que trafican con la nostalgia, y también los que lo hacen con la vida difícil que vamos llevando; ahí están los que viven del exilio, como aquellos otros que viven de permanecer en la isla; ahí están todos los estereotipos de la cubanidad. Debemos considerarlo acaso como el lado funesto e inevitable de la moda. Después de todo, siempre, y en cualquier lugar, ha sido así, y no creo que haya mucho que lamentar. Recordemos, por sólo citar un ejemplo, que Eugène Sue, aquel famoso folletinista de Los misterios de París, fue contemporáneo de Flaubert y de Honorato de Balzac.

No creo razonable, sin embargo, explicar el valor de lo que mi país ha producido en el ámbito de la cultura, únicamente a partir de los caprichos de lo que esté o no en boga. Me parece justo (y casi una obligación) distinguir la moda de lo que no lo es.

A quienes sostienen (sé que existen, los conozco) que el valor (menor o mayor) de la cultura cubana únicamente llega de esta eventual coyuntura, conviene recordarles que hace muchos, muchos años, cuando Cuba no soñaba entrar en el esplendor y las veleidades de la moda, hubo un conjunto musical llamado el Trío Matamoros, que popularizó números como Lágrimas negras o Son de la loma. También hubo un poeta llamado Nicolás Guillén, que dejó poemas perdurables. Hubo otro llamado Emilio Ballagas, digno de ser parangonado con los mejores poetas de la lengua. Dos músicos revolucionaron la música culta: Alejandro García Caturla y Amadeo Roldán. En Nueva York, Chano Pozo introdujo en el jazz las percusiones afrocubanas. Los pintores Víctor Manuel, Amelia Peláez, René Portocarrero, Carlos Enríquez rompieron los moldes de la academia y dieron el salto hacia la universalidad. El famoso cuadro La jungla, que hoy se aprecia en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, fue pintado por un cubano de Sagua la Grande, mezcla de sangres negra y china, llamado Wifredo Lam. La narrativa cubana conoció un boom hacia la década de los cuarenta, con Enrique Labrador Ruiz, Carlos Montenegro, Onelio Jorge Cardoso, Lino Novás Calvo. También por esos años apareció la revista Orígenes, que en su época llegó a ser (según criterio de Octavio Paz) "la mejor revista en lengua española". Otros cuatro escritores de talla continental, como Gastón Baquero, Eliseo Diego, José Lezama Lima y Virgilio Piñera, respiraron el mismo aire habanero de mediados del siglo. Mientras Alejo Carpentier iba alcanzando justa notoriedad internacional, una cubana de Marianao, que respondía al nombre de Alicia Alonso, estrenaba con la compañía del American Ballet Theater una Giselle que llegó a ser considerada de las mejores del siglo (el "país de la rumba" ofrecía al mundo una de sus mejores ballerinas clásicas). Asimismo, Beny Moré, Antonio Machín, Celia Cruz, Barbarito Díez comenzaron a cantar cuando Cuba era la muy humilde isla del golfo de México, que no conocía las frivolidades y los agobios que significaba estar de moda.

Lejos de mi ánimo "esa vanidad es el núcleo perverso del nacionalismo", como ha alertado muy bien Iván de la Nuez en un libro necesario, La balsa perpetua. Esa vanidad que "comienza a merodear tanto en su problema que éste, muy pronto, se convierte en el problema. Se intoxica tanto de su mundo, que éste se convierte en el mundo. (...) Cuando esto sucede en países pequeños, la actitud es de un provincianismo patético" (Iván de la Nuez, La balsa perpetua, editorial Casiopea, 1998). Los nacionalismos no están sólo conformados con vanidad, sino también con una peligrosa idiotez. Lo que trato de decir es que el hecho que nos ha colocado en la atención de los otros no explica todo el problema, todo lo que hemos dado, lo que damos y lo que podamos dar. La cultura cubana (la verdadera) ha estado (y está) por encima de los antojos de mercado.

Y quisiera llegar más lejos: resulta imperioso que pasemos de moda. "Pasar de moda", decía Ortega hablando del pensamiento, "es fatal para lo que no es sino moda, mas para una realidad sustantiva, esencial y perenne no es coyuntura deprimente sentir que ya pasó de moda". Debe llegar el tiempo sereno en que se olviden de nosotros. El tiempo dichoso en que vayamos por el mundo sin el falso estigma ni la falsa bienaventuranza de ser cubanos. El tiempo en que no se espere que seamos endemoniados o maravillosos. En que el interés de los otros no nos obligue a que seamos sólo para ellos. En que nadie nos pida que resistamos o que no resistamos (por el bien de las Ideas, de la Humanidad). El tiempo en que ni nos denigren ni nos aplaudan, por razones que nosotros mismos no alcanzamos a entender muy bien (ajenas, por lo general, al valor de lo que hacemos). El tiempo en que podamos descender de esas extrañas alturas (al fin y al cabo, hacen padecer de vértigo). Me parece urgente que, por el bien de la cultura cubana, se apaguen las luces que iluminan sin discriminar para que, por fin, más aliviados, contemplemos cómo prevalece lo verdaderamente luminoso.

Abilio Estévez es escritor cubano.

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