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La crisis de los geriátricos revela la precariedad laboral en la atención domiciliaria a ancianos

La guerra de los geriátricos que enfrenta al Departamento de Bienestar Social con los ayuntamientos, especialmente con el de Barcelona, está destapando las precarias condiciones en que trabajan las 10.000 mujeres que prestan atención domiciliaria a los ancianos. Con un salario de 87.000 pesetas mensuales de media por jornadas laborales de ocho horas, estas mujeres llevan 20 años reivindicando que se regularice su actividad profesional. Su situación, aseguran, ha ido empeorando desde 1995, cuando empezó a privatizarse la atención domiciliaria.

El envejecimiento de la población les augura un gran futuro, pero en la actualidad su situación laboral está bajo mínimos. Los miles de personas que atienden a ancianos a domicilio llevan 20 años esperando que se regule su actividad profesional. La piedra con la que han estado tropezando una y otra vez es el traspaso de las competencias de la asistencia a domicilio. El Departamento de Bienestar Social hace tiempo que quería transferir su gestión y financiación a los ayuntamientos, pero éstos se resistían hasta el año pasado a asumir nuevas prestaciones, agobiados como están por unos presupuestos que no les alcanzan. Cuando en 1996 la Asociación de Trabajadoras Familiares de Cataluña, que agrupa a un millar de asociadas, logró que sus inquietudes llegaran al Parlament a través de una moción que fue aprobada por unanimidad, creyeron ver cerca el final del túnel. Sin embargo, tres años después su situación ha empeorado. Llamaron también a la puerta del Síndic de Greuges, pero tampoco por esta vía tuvieron suerte. Hipocresía La disputa de los geriátricos que se está desarrollando estos días les recuerda mucho el estribillo de una canción que saben de memoria de tanto oírla a propósito de la asistencia a domicilio. Culpan a los poderes públicos de actuar "con fuertes dosis de hipocresía" en el trato que dispensan a los mayores, según afirma la presidenta de la asociación, Ángela Flórez. Sus afirmaciones se basan en que mientras que los discursos oficiales presentan la atención domiciliaria como la mejor alternativa para los ancianos que quieren envejecer en su propio hogar, luego no dudan en meter la tijera en la partida presupuestaria de este servicio. La clientela habitual de estas profesionales la integran, además de los ancianos, niños en situación de alto riesgo social, personas con minusvalías, familias con problemas de alcoholismo y, cada vez más, inmigrantes extranjeros. Para trabajadoras de dilatada experiencia, como María Ramos, la privatización de la asistencia a domicilio, que desde 1995 el Departamento de Bienestar Social asigna a empresas privadas, supuso un retroceso en sus condiciones laborales. En muchos casos sus salarios sufrieron recortes del 40% por hacer un trabajo idéntico al que venían desarrollando. En la actualidad las mejor pagadas son las profesionales que prestan sus servicios para ayuntamientos de municipios pequeños. Pero el sendero de la privatización cada vez resulta más transitado cuando de la asistencia social se trata. Sin ir más lejos, afirman que de las 700 trabajadoras familiares que prestan sus servicios en Barcelona muy pocas están en plantilla y son contratadas por cualquiera de las tres empresas (Layetana, ABS e IPS) en las que el Ayuntamiento de Barcelona delega esta prestación. Según estas mujeres, lo que ocurre con los geriátricos, con un déficit de plazas creciente, sucede también en otros ámbitos de las prestaciones sociales. Están convencidas de que son distintas caras de una misma moneda. Cuando el servicio dependía del Instituto Catalán de Asistencia y Servicios Sociales, el cupo de beneficiarios estaba congelado y no se aceptaban casos nuevos. Ahora, una vez que los ayuntamientos han asumido la atención a domicilio de acuerdo con la ley catalana de 20 de abril de 1998, ocurre lo mismo. La explicación que ellas dan es que los recursos que destinan a los colectivos con más carencias son menos rentables políticamente hablando que los invertidos en otras cuestiones que están más a la vista de todos. Con los salarios que perciben, de 87.000 pesetas mensuales de media por jornadas laborales de ocho horas, el descontento entre las profesionales crece. Ellas, que son el brazo más cercano al usuario, están convencidas de que la atención que se dispensa a personas con graves carencias es a todas luces insuficiente. Ejemplos no les faltan: "Si una anciana que está imposibilitada en una cama recibe la ayuda de una trabajadora familiar una o dos horas al día, ¿cómo se las arregla las 22 horas restantes?", se pregunta Ramos.

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