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Reportaje:

Viejas cargas de muerte

El 1 de abril se cumplen 60 años del fin de la guerra civil. Pese al tiempo transcurrido, periódicamente en campos, pueblos y ciudades catalanas siguen emergiendo, con su carga de muerte intacta, viejas bombas de aquella sangrienta contienda que fracturó España. De la neutralización y explosión de estos artefactos se encargan los Grupos de Desactivación de Explosivos (Gedex) de la Guardia Civil. En 1998, estos expertos artificieros explosionaron 366 granadas, proyectiles de artillería o pesadas bombas de aviación que, por defectos de construcción o por cualquier fatalidad, no estallaron cuando fueron lanzadas pero mantienen todo su poder destructor. El trabajo de los Gedex, aquellos agentes protegidos con pesados trajes blindados, similares a los de un buzo, que se acercan a un paquete bomba para desactivarlo, se ha hecho tristemente popular en los últimos años a causa de los grupos terroristas. La actividad terrorista ha decaído hasta el extremo de que en Cataluña los Gedex de la Guardia Civil hace ya más de un año y medio que no han tenido que desactivar ningún artefacto. Por ello, hoy el 80% de su trabajo consiste en explosionar de forma controlada las herrumbrosas bombas de la guerra civil. El sargento Francisco Morcillo, jefe del Gedex de la Comandancia de Barcelona, explica que el trabajo de su grupo "requiere agentes con una personalidad tranquila, muy centrada y capaz de aguantar la enorme presión emocional que se produce cuando tienes cerca un artefacto terrorista que tienes que desactivar". Morcillo, un experto apasionado y estudioso de las técnicas de desactivación de explosivos -cuantos más conocimientos acumule, más segura está su vida-, no tiene ningún empacho en reconocer que la peligrosidad de su trabajo se ve compensada por la íntima satisfacción que proporciona: "Cuando desactivamos un artefacto, tenemos la sensación clara de que acabamos de hacer algo útil para la sociedad, porque es casi seguro que hemos evitado la pérdida de vidas". Cuando los hombres del Gedex, que son todos voluntarios, no intervienen en un hecho de desactivación real, dedican sus jornadas laborales a trabajos preventivos, como el estudio de zonas e instalaciones que pueden ser objeto de una bomba terrorista y a entrenarse y estudiar constantemente. Del grupo también depende el control de los equipajes en el aeropuerto de El Prat. Para este trabajo, los guardias del Gedex cuentan con la inestimable colaboración de los perros adiestrados. Son animales capaces de descubrir más de 20 tipos de explosivos, y cuando encuentran una maleta, un bulto o un coche que esconde algún material de esas características, marcan el objetivo sentándose junto a él. Las técnicas de los terroristas obligan al Gedex a realizar continuas prácticas y a estudiar para contrarrestar las trampas y los sistemas que se colocan en los artefactos para que estallen precisamente cuando al artificiero lo está desactivando. El alto riesgo de este trabajo está compensado por el plus de peligrosidad más alto que se da en la Guardia Civil: 50.000 pesetas al mes, el mismo que cobran los agentes de la Unidad Especial de Intervención, los geos del instituto armado, que actúan preferentemente en la lucha antiterrorista. Los guardias que se presentan voluntarios a los Gedex tienen que someterse a exhaustivos reconocimientos médicos y superar un sinfín de pruebas psicológicas. Después, cada año, tienen que pasar exámenes médicos y controles psicológicos porque su trabajo requiere tal equilibrio mental que no todos los agentes sirven ni pueden aguantar siempre la presión en que se desarrolla su trabajo. Esta condición de peligro consustancial a la labor de estos agentes no es tan elevada cuando desactivan una bomba de la época de la guerra. Cuando un cuartel de la Guardia Civil recibe la denuncia de la existencia de una bomba, los hombres del sargento Francisco Morcillo se desplazan al lugar donde ha sido encontrada. Si en las proximidades hay alguna cantera, explosionan allí el artefacto. Si no, lo trasladan a una vieja cantera cercana a Barcelona en la que habitualmente realizan este tipo de trabajos. El año pasado, en unas obras de construcción que se realizaban en la esquina de la calle de Sant Pau y la de la Reina Amàlia de Barcelona, una excavadora levantó una impresionante bomba de aviación, lanzada por un bombardero alemán, que tenía de un metro de altura y 30 centímetros de diámetro. El sargento Morcillo explica que cuando la hicieron estallar en la cantera, la bomba hizo un cráter de 4,5 metros de diámetro por dos de profundidad y que en la pared de la cantera el artefacto dejó una mancha del humo de la trilita de 30 metros de altura. Un artefacto así es capaz de hundir un edificio del Eixample. Hace dos semanas, en Sant Andreu de Llavaneres, la uña metálica de otra excavadora que limpiaba un camino desenterró de un talud de tierra un proyectil de artillería rompedor (que se fragmenta al estallar y arroja metralla) de 105 milímetros, medio metro de altura y 10 centímetros de diámetro cargado con un kilo y medio de TNT, el explosivo militar por excelencia. La población de Sant Andreu de Llavaneres no fue un lugar especialmente castigado por los avatares de la guerra. Tan tranquila era la vida en Sant Andreu que cuando el ejército franquista, ayudado por alemanes e italianos, comenzó a bombardear Barcelona, muchas de las embajadas trasladaron su sede a la población del Maresme. Pese a ello, en una zona rodeada de chalets, cercana al centro, fue encontrado el proyectil. En cambio, en la Terra Alta, comarca que en el verano del 38 tuvo el triste privilegio de ser el teatro de la batalla del Ebro, sus habitantes no se sorprende cuando, un día sí y otro también, aparecen bombas de todos los calibres y de todas las clases. Aunque hoy no es como en la posguerra, cuando muchos agricultores de la comarca murieron o fueron heridos por la explosión de bombas enterradas en sus campos, muy de vez en cuando aquellas viejas cargas de muerte todavía causan disgustos en la Terra Alta.

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