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El síndrome de Penélope

Cuando concluimos la tarea de elaboración de la Constitución de 1978, creímos, los que estábamos comprometidos en aquella hermosa aventura, que habíamos sido capaces de concluir, desde una voluntad integradora y desde un consenso que abarcaba a la gran mayoría de las fuerzas políticas, con los grandes problemas que habían impedido con anterioridad nuestra convivencia. Nunca habíamos tenido una historia aburrida y los últimos y sangrientos sobresaltos los había producido una larga y cruenta guerra civil, con la continuación de un siniestro y torpe despotismo, que había intentado arruinar las raíces morales de nuestras mejores tradiciones democráticas y acabar con las ideologías y los partidos que las representaban. Una idea casi obsesiva que movía a los siete ponentes, y después a todos los que intervinieron decisivamente en la feliz conclusión de la obra, fue la del consenso, la de encontrar acuerdos estables que impidiesen volver a las andadas de los viejos demonios familiares. Queríamos conseguir una Constitución estable, que garantizase nuestra seguridad y nuestra libertad, que protegiera los derechos de los pueblos de España y sus hechos diferenciales lingüísticos y culturales, que integrara las conquistas del Estado social y que nos situase en defensa de la cooperación y de la solidaridad en la comunidad internacional. Pesaba mucho la memoria del pasado, nuestros asesinados, nuestros heterodoxos perseguidos, nuestros exiliados, nuestros emigrantes. Era tanta la gente que había sufrido, y de todas las tendencias políticas, religiosos o laicos, conservadores o progresistas, liberales o socialistas, que fuimos capaces, entonces, de enterrar la cultura del agravio comparativo, del ofendido que magnifica las ofensas propias y que ignora, o justifica, las recibidas por el adversario. Cada uno defendía sus puntos de vista, pero éramos una unidad a la hora de consensuar y de acordar unas reglas de juego para una convivencia civil libre y democrática en un Estado compuesto.Habíamos recibido los que veníamos de la oposición democrática los mensajes de Azaña para las generaciones futuras y su ideario de paz, piedad y perdón, y la defensa de la libertad, del Largo Caballero de la Carta a los Trabajadores de 1945, y del Fernando de los Ríos que pedía volver del exilio, sin agravios ni rencores, con un infinito amor, para poder, entre todos, reconstruir una España en paz.

Los reformistas del régimen, impulsados por la limpia voluntad de Su Majestad el Rey de ser de todos los españoles, habían comprendido la lección de la imposibilidad de perpetuar unas instituciones, antimodernas, retóricas, inauténticas, que habían servido de enmascaramiento para un régimen opresor de libertades y liquidador de las ideologías "enemigas".

La Constitución es resultado de esas coincidencias en los sentimientos y también en la razonabilidad que la sociedad española reclamaba por mayoría aplastante. Todos tuvimos que dejar parte de nuestro bagaje ideológico para encontrar reglas de convivencia coincidentes y generales. Parece evidente que en las diversas normas recogidas en los títulos de la Constitución, el desarrollo no ha sido homogéneo y algunos aspectos han tenido mayor reglamentación y especificación que otros. Además, algunos grupos tienen mejor prensa, saben vender mejor sus agravios, o elementos que acompañan a sus reivindicaciones, tienen mayor incidencia o producen impacto o temor en el conjunto de la población, y también esos factores han servido para confundir y para desvirtuar la realidad.

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En todo caso, conviene describir algunas falacias y sofismas que potencian el síndrome de Penélope, tradicional en nuestra mentalidad, por la que nos pasamos la vida tejiendo y destejiendo, es decir, destruyendo lo que a veces es costoso construir. Estas falacias son argumentos aparentes, argumentos falsos, argumentos engañosos o argumentos de ignorancia, que se utilizan y que se dirigen a destinatarios con razón perezosa o predispuestos a que arraiguen, sólo desde el sentimiento y sin someterlas a un análisis donde el elemento racional sea verificado con la realidad. Si Aristóteles, Stuart Mill o el Bentham de las falacias políticas pudieran contrastar la calidad razonante de algunos tópicos políticos de moda en España, e incluso de éxito indudable entre algunos sectores, las utilizarían de ejemplo clamoroso en su clasificación de las falacias. Y sirven para esa particular forma de afrontar los problemas en nuestra historia constitucional que consiste en deshacer lo que ha costado mucho edificar, sin medir las consecuencias de la destrucción, sin fijarse en que se dirigen a ninguna parte y quizás, en ocasiones, de nuevo a la catástrofe. Tienen, en general, que ver con problemas que la Constitución de 1978 resolvió satisfactoriamente y que se reabren desde falsos argumentos por sectores, que en algunos casos obtuvieron ventajas asimétricas y beneficios relevantes, sobre todo si se tiene en cuenta el punto de partida, en el caso de algunos sectores nacionalistas. Diferente es el supuesto de la puesta en cuestión de la Monarquía, desde destacados dirigentes de Izquierda Unida y del Partido Comunista, porque a ellos no les afectan, ya que las ventajas que obtuvieron con la Constitución fueron las generales, todas ellas justificadas, y sin ningún beneficio específico que premiase su lucha contra la dictadura. Aquí me parece que la razón está en causas más personales, vinculadas a la presunción, a la envidia y a la soberbia, y para descalificar a quienes dirigían al Partido Comunista en la transición.

Los falsos argumentos nacionalistas afectan a los objetivos no alcanzados que generan agravios y ése es el caso de la autodeterminación camino de la independencia, que defienden ETA, Herri Batasuna y los nacionalistas, antes llamados moderados, del PNV y de EA.

Los falsos argumentos que usan algunos comunistas, y que otros siguen, es una genérica consideración del valor superior de la república respecto de la monarquía. Es un argumento usado fuera de contexto, que pretende distorsionar la actitud del Partido Comunista dirigido por Santiago Carrillo.

Con diferente intensidad, con diferente incidencia y con diferente peligro estas falacias inciden en el síndrome de Penélope, tan español, para deshacer el camino andado en estos veinte años. Es verdad que la esposa de Ulises actuaba desde la lealtad, y con fidelidad a su marido, y aquí los que quieren deshacer lo tejido carecen de esas virtudes, pero lo que importa es el efecto. Sin duda, los argumentos falaces y los sofismas que se manejan apuntan contra la Constitución. Parece, especialmente los nacionalistas, que quieren que volvamos a empezar, recreando climas de enfrentamiento y de tensión radical.

Podemos identificar seis grupos de sofismas o falacias utilizados: las falacias de la autoridad, las falacias at odium, las de la desconfianza, las de la identificación con el todo, las falacias lingüísticas y las de la descalificación. Las falacias de la autoridad pretenden negar el ejercicio de la razón, aportando criterios o argumentos poco relevantes basados en la tradición, en la leyenda construida idealmente de un pueblo o en la posesión de un monopolio de la verdad. Los nacionalistas vascos utilizan la sabiduría de los antepasados, el respeto a la antigüedad, la sacralización de los fueros y de los derechos históricos para justificar un espacio vasco de decisión que conduzca a la autodeterminación. Naturalmente, sólo desde la ignorancia de las reglas constitucionales y del ámbito de soberanía del pueblo español se puede defender esa autoridad construida desde datos falsos y desde agravios ficticios. Las falacias at odium se utilizan cuando se considera al adversario político como un enemigo centralista que quiere destruir la cultura vasca o catalana, y los partidos españoles como el PSOE o el PP son acusados de malos propósitos y de incompatibilidad con lo vasco. Argumentos tan simplones como Cataluña no es España, la Constitución no es nuestra o la Constitución no se cumple se sitúan en este ámbito, que alimenta los agravios ficticios construidos desde la ignorancia de la realidad. Aquel clamor de las manifestaciones de toda España "ETA, no; vascos, sí" pronunciado por millones de gargantas, es olvidado, como tantas otras cosas que son incompatibles con las falacias at odium.

Las falacias de desconfianza intentan crear un clima de deslegitimación de la Constitución y de las instituciones, acusándolas de partidistas, de entregadas al centralismo; también atribuyen una intención perjudicial y destructiva a los actos del "enemigo", a los actos de gracia en indultos, y descalifican las opiniones a los actos judiciales o políticos no acordes con sus tesis o las réplicas de los adversarios políticos, como acciones perjudiciales para el País Vasco o Cataluña. Para decir que España no es un Estado de derecho por indultar a Vera y Barrionuevo tienen que hacer un esfuerzo de olvido para no recordar la amnistía de 1977 a los terroristas de ETA, en algunos casos ni siquiera juzgados, ni los indultos o liberaciones en virtud de las políticas de reinserción y otras muchas cosas más.

Las falacias de la identificación con el todo construyen la idea de que los nacionalistas representan a la totalidad de los ciudadanos de su comunidad, e interpretan, en exclusiva, las esencias y los ideales de la patria vasca o catalana.

Las falacias lingüísticas suponen el uso de términos impostores, es decir, no se utilizan los términos adecuados porque producirían rechazo y se sustituyen por términos enmascaradores más aceptables, o se usa un lenguaje vago y lleno de generalidades para ocultar las auténticas intenciones. Así aparece esta falacia cuando se dice que el nuevo Gobierno pretende representar a todos los vascos, sin referirse a que su biblia es el acuerdo de Lizarra, o cuando se dice sorprendentemente que el obispo Setién sólo persigue la paz y la conciliación entre todos sus feligreses.

Por fin se usa el sofisma de la descalificación cuando se afirma genéricamente que es mejor la república que la monarquía, de manera abstracta, sin tener en cuenta las circunstancias históricas, ni las ventajas obtenidas por ser España una monarquía parlamentaria.

Podíamos seguir y encontraríamos más falacias y más ejemplos. Maldecir y no buscar una luz, jugar al catastrofismo, negar el valor de la Constitución y del Estado de Derecho, negar el ámbito de la soberanía del pueblo español, negar la realidad nacional de España, no hacer nunca una aportación positiva, es destejer en la oscuridad de la noche lo que tejimos a la luz del día en el espacio público democrático que estamos construyendo entre todos. Es crear demonios, es generar desconfianzas, es favorecer la regresión. Saben bien que será imposible alcanzar objetivos al margen de la Constitución . Pero el síndrome de Penélope ciega a sus practicantes. Con esos saltos en el vacío pretenden encubrir la pobreza y el agotamiento de sus discursos.

Gregorio Peces-Barba Martínez es catedrático de Filosofía del Derecho.

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