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Nuestra época

Holmes y Darwin, De Quincey y H. G. Wells, Drácula y Marx. Es decir, el Londres victoriano; es decir, una época mucho más cargada de contradicción y pleito de lo que sugieren sus adjetivos dominantes: cursi, pacata, decadente, anacrónica. Los adjetivos los enumeró así Bernd Dietz, catedrático de la Universidad de Córdoba, que el martes abrió la tercera entrega del curso La cultura de las ciudades, que organiza el Instituto de Humanidades y que este año se dedica al Londres de la gran reina. El curso victoriano tendrá 10 sesiones, de octubre a diciembre, y entre sus protagonistas figuran Dickens, Wilde, Whistler y Gilbert & Sullivan. Más de doscientas personas escucharon al profesor en un aula del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona. Mujeres muy hechas en su gran mayoría. Los seminarios de literatura que dirige Jordi Llovet se han convertido en algo muy parecido a lo que debieron de ser las míticas conferencias del Conferentia Club, de Isabel Llorach y el barón de Güell: burguesía culta o en trance de rehacerse, que todavía entiende lo literario como una estupenda aplicación del ocio del atardecer. Dietz se esforzó en argumentar su visión disonante del tópico victoriano. Aludió al empuje tecnológico que caracterizó a la época: al metro de Londres, la extensión de los ferrocarriles británicos y la instalación de los primeros cables submarinos. Enfatizó las sucesivas ampliaciones del derecho a voto: que llegaron a alcanzar, aunque muy trabajosamente y después de recorrido el total de la escala, a los sirvientes domésticos. Describió, casi con oratoria gótica, una ciudad prácticamente tomada por las prostitutas, el producto de los intensos aludes migratorios del campo a la ciudad y de la actividad parece que febril de los jóvenes señoritos: una vez la seducción consumada, la joven campesina abandonada tenía pocas oportunidades. Y en cuanto al sexo, aún insistió en la considerable pujanza que adquirió la industria pornográfica: tanta que hasta el respetable Havelock Ellis se vio en la urgencia de escribir una novela del género en tres volúmenes, que, naturalmente, y al gusto de la época, firmó con seudónimo y no reconoció jamás como propia. "Fue una época potente y feliz, y por esto mismo, llena de quejas: como la nuestra", acertó a sintetizar en un momento el profesor Dietz. Por supuesto, semejante potencia precisaba de algunas condiciones: la complicidad entre Gladstone y Disraeli, modelo de partidos tu(r)nantes; la marginación de una muy espesa capa social, sometida a un régimen de producción infame, y la actividad antigua y señorial de las cañoneras británicas, capaces de apuntar seriamente sobre el puerto del Pireo, si el Gobierno de Grecia no se avenía a pagar la deuda que había contraído con un particular británico. Es verdad que Marx escribía El capital -Londres, su lluvia y su silencio, ha sido siempre una ciudad ideal para el trabajo-, tan verdad como que la Liga socialista fundada bajo la inspiración de sus ideas no alcanzó nunca mayor audiencia: el socialismo que triunfaría en Gran Bretaña sería el fabiano, de Ruskin, de Shaw o de Wilde. Sobre Wilde, precisamente, y a salvo de lo que pueda aportar Luis Antonio de Villena en una conferencia próxima, Dietz dejó caer una afirmación aguda: "Su dandismo era plenamente victoriano. El se metió en todos sus líos, porque necesitaba el afecto de la sociedad. Todo lo contrario de Baudelaire, el dandi moderno, a quien no le importaba lo más mínimo este afecto". Por ahí -otra vez nuestro tiempo- el conferenciante llegó hasta la voraz Lewinsky y la posibilidad derivada de que Clinton no fuese nada más que un patético dandi victoriano. Una cita de Walter Pater, el autor del primer canon moderno sobre el Renacimiento, cerró la conferencia. La cita está en el epílogo a The renaissance, epílogo que el propio Pater estuvo a punto de eliminar, contrariado por los efectos disolventes que podía tener sobre la juventud. En esta actitud ambigua y en la reivindicación estricta de su texto, una apuesta por lo que arde, por lo raro, por la heterodoxia del genio, vio Dietz el paradigma de una época, de su rica complejidad y de su drama esquizoide.

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