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Tribuna
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Mentiras públicas

Antonio Muñoz Molina

Cuenta Heródoto que los persas sólo enseñaban tres cosas a sus hijos: montar a caballo, disparar con el arco y decir la verdad. Cuesta creerlo. Seguro que les enseñaban algo más, como jugar a las tabas, comer sin manchar la ropa o escribir con estilos de caña en tablillas de barro. Como todos los viajeros, Heródoto tendía a exagerar un poco, para dar mayor amenidad a sus relatos. Pero, aunque hubiera dicho la verdad en cuanto a la educación de los persas, basta considerar el estado actual de las tierras que antaño formaron su imperio -Irak, Irán, Afganistán- para comprender que ese reduccionismo pedagógico apenas contribuyó a su progreso. Decir la verdad puede resultar extraordinariamente difícil. Primero habría que conocerla, y para eso tendríamos que apoyarnos en la evidencia, en los hechos, y no en las convicciones gratuitas. He oído a un cazador, por ejemplo, afirmar que al conejo le gusta que lo cacen. Nadie, por supuesto, le ha preguntado su opinión al conejo. Hay también una dificultad que podríamos llamar lingüística. ¿Cuántas veces estamos seguros de algo que hemos dicho, y sin embargo los demás han entendido otra cosa? Más que un instrumento de conocimiento, el lenguaje suele ser fuente de continuos malentendidos. Existe incluso una dificultad profesional. En política, en arte, la verdad es claramente subjetiva. Desde el poder se pregona que estamos en el mejor de los mundos posibles, como pretendía Leibniz, y desde la oposición se demuestra lo contrario. También los escritores mentimos, y cómo. Con frecuencia lo hacemos para acentuar un efecto dramático, para simplificar, para evitar una cacofonía o cerrar un párrafo con elegancia. Y miente cada lector, que nos interpreta a su modo. Cuestión aparte son las conveniencias. ¿Vale la pena decir la verdad, cuando la conocemos o creemos conocerla? En La decadencia del arte de mentir, conferencia pronunciada en la Sociedad de Historia y Arqueología de la Universidad de Harvard, Mark Twain defendió una tesis contraria a la de los persas, y predicó que el hogar, la escuela pública, la prensa y la tribuna debían impartir la enseñanza de la mentira, a la que calificó de "cuarta Gracia" y "décima musa". Sin dicha enseñanza, el embustero ignorante y torpe carecería de armas para luchar contra el embustero instruido y experto. "¿Cómo puedo yo", se preguntaba Twain con su habitual socarronería, "bajar a la arena y medir mis armas con las de un abogado?". Un antiguo proverbio inglés proclama que los niños y los lunáticos dicen siempre la verdad. De lo que Twain infiere que los adultos y los cuerdos jamás la dicen. Y cita en defensa de la mentira al eminente historiador y cultivador de rosas Francis Parkman, que escribió: "Hay una máxima muy antigua que nos enseña que la verdad no resulta siempre oportuna. Nada se me antoja más peligroso que la actitud de esos imbéciles a quienes su conciencia corrompida obliga a violar una y otra vez este principio". No he visto el vídeo del interrogatorio del presidente Clinton, pero sí he escuchado la broma fácil del locutor de la primera cadena de TVE, que lo comparaba triunfalmente con la consabida película Sexo, mentiras y cintas de vídeo. ¿Puede haber algo más desalentador que ese puritanismo de vía estrecha? ¿De veras cree alguien que en esas circunstancias cabe no mentir? ¿Acaso el cometido de los acusadores no es evitar que la presa escape, aunque sea a costa de mentir también o de provocar sus mentiras? ¿Acaso no mentimos todos, en público y en privado, por falta de rigor, por imprecisión, por bondad, por omisión, por pereza? ¿Acaso nuestros políticos locales no tienen también sus pecadillos, sus momentos de arrebato, de confusión, de desdoblamiento? Ya que tampoco es posible mentir siempre, Mark Twain aconseja hacerlo con prudencia, cuando lo requiere la ocasión y la piedad lo aconseja. Mentir con franqueza, con valor, con la cabeza erguida. "No hay que mentir por egoísmo", recomienda, "ni por crueldad, no hay que mentir con tortuosidad ni con miedo. No hay que mentir como si estuviéramos avergonzados de la mentira". Y termina su conferencia felicitando a los distinguidos miembros de la Sociedad de Historia y Arqueología de la Universidad de Harvard por la práctica continuada que dicha institución hace del arte de la mentira. Lo que me viene al pelo para contar una de mis anécdotas favoritas: la de cierta marmita hecha añicos, procedente de Sicilia, que en 1922 fue examinada por la Academia de Ciencias de París, y en la que los arqueólogos encontraron las siglas MJDD, que interpretaron como Magno Jovi Deo Deorum, es decir: "Al gran Júpiter, dios de los dioses". El informe del descubrimiento fue publicado por una revista especializada en antigüedades, donde la leyeron los responsables de una fábrica de mostaza. Días después, la Academia de Ciencias parisina recibió una carta que les informaba de que la marmita romana del siglo I reproducida en la revista no era tal, sino el recipiente que la fábrica francesa utilizaba en el siglo XVII para exportar mostaza. Y las siglas significaban exactamente: Moutarde Jaune de Dijon, es decir mostaza amarilla de Dijon. Por fortuna para los mentirosos ocasionales, voluntarios o involuntarios, que son legión, el Tribunal Supremo acaba de establecer en una sentencia, esta misma semana, que las mentiras por escrito de un particular en un documento no constituyen falsedad alguna, pues no "existe ninguna norma" que obligue al ciudadano que elabora un documento a decir la verdad. Dicha norma, si lo he entendido bien, sí parece existir para los funcionarios, que no podrán mentir o al menos no podrán hacerlo en documento público.

Vicente Muñoz Puelles es escritor.

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