La Declaración de Barcelona
La Declaración de Barcelona, como el lector conoce, constituye una reflexión y una propuesta de principios que nacionalistas catalanes (CiU), gallegos (BNG) y vascos (PNV) hacen desde la perspectiva de su posición de nacionalismos periféricos acerca del problema, aún pendiente, de la efectiva integración y consolidación del Estado.Frente a un hecho tan candente y actual como es el de la plurinacionalidad del Estado, se hacen afirmaciones y propuestas, a nivel de principios, que convierten a la Declaración de Barcelona en un documento político de inequívoco interés. De haber ocurrido en el inicio de la transición, algunos acontecimientos se habrían desarrollado de manera diferente a la actual.
Dicho de una manera muy sucinta, la Declaración de Barcelona demanda el reconocimiento, explícito y efectivo, de esa plurinacionalidad y ofrece su apoyo real y su coordinación a las otras fuerzas políticas, para llevar a término una reestructuración del Estado que se adapte, formal y materialmente, a dicha plurinacionalidad, distinguiéndola de otras situaciones que, siendo muy respetables, pertenecen a un nivel diferente del que específicamente corresponde al tratamiento de los hechos nacionales. En la Declaración se contrae el compromiso "de avanzar en un proyecto de remodelación del Estado español", para conseguir, "mediante una acción conjunta", el "configurar un Estado plurinacional de tipo confederal".
Tratamiento "en pie de igualdad", "fomento de la colaboración", "coordinación basada en la equidad", "solidaridad" y "libertad" son palabras claves en la propuesta que se ofrece. La propia autodeterminación se presenta como un instrumento dirigido a la consecución de estos propósitos. También tiene sus interrogantes, como es el de saber en qué posición quedan los derechos históricos de los vascos. Lo propio cabe decir de su encaje con el manifiesto de Lizarra o el documento de tregua, de ETA. Todo ello deberá ser analizado. Pero tiene la virtud de formular unos principios, huyendo de la juridicidad, útiles para propiciar la creación de una Nueva Cultura Política, que permita responder a los retos del nuevo escenario político.
Se esté o no de acuerdo con el contenido de la Declaración de Barcelona, nadie puede negar su trascendencia. Constituye un reto político del máximo nivel, en la medida en que ofrece el esfuerzo conjunto de los tres partidos nacionalistas para completar lo que en la etapa constitucional quedó a medio camino y, también, para superar los evidentes errores de rumbo cometidos después.
Dejando de lado aspectos técnico-constitucionales, en la Declaración de Barcelona subyace una cuestión geopolítica que viene dando vueltas desde que se produjo la unidad de la Monarquía y que se agravó con el advenimiento del absolutismo borbórnico y, después, con la implantación del Estado-nacional, unitario y centralizado.
Hablo del conflicto meseta y litoral que, en nuestro caso, se solapa con las ideas de centro y periferia y la existencia de una diversidad de identidades nacionales, haciendo el problema complejo, por la profundidad de sus raíces. De todo ello se han escrito muchas cosas, unas veces banales y otras sugerentes. La historia ofrece ejemplos acerca de cómo el contacto con el mar genera formas de cultura y concepciones políticas y sociales diferentes. Para describirlo con brevedad, me acojo a una cita de Juan Beneyto: "El sustrato social hace que, mientras el litoral asocia, la meseta anexiona".
Nada más lejos de mi propósito que santificar a unos y condenar a otros. Tampoco es preciso llevar la cuestión a consecuencias extremas. Baste recordar que es un dato del problema, consustancial a la historia española, aunque la historia oficial lo suele ignorar, o desvirtuar.
La sociedad actual, más culta y más libre, ha hecho que hayan quedado atrás los tiempos en los que era posible despachar estas delicadas cuestiones con afirmaciones tales como ser español es "estar castellanizado" (Pedro Laín), o España es "una cosa hecha por Castilla" (Ortega), o, para terminar, asegurar que los catalanes "son castellanos que miran al Mediterráneo" (Salvador de Madariaga). ¿Y los demás, qué han hecho? Los que hayan leído El florido pensil habrán recordado otras perlas que es mejor olvidar. Lo malo es que quedan aún buenos ciudadanos que, por la cultura política recibida, siguen viendo las cosas desde estas creencias ultranacionalistas. En las postrimerías de este milenio, el amor a España no requiere de éstas u otras ensoñaciones semejantes. Por ello, es fundamental que la Declaración de Barcelona hable de "Nueva Cultura Política".
Como señalaba, la cuestión no es sólo un mero asunto de climas y hábitos. En nuestro caso es bastante más, en cuanto se mezcla con las diferentes identidades y sus respectivos sistemas políticos, jurídicos y culturales.
Para sostener que España era una unidad nacional, poco menos que desde la creación, ha sido preciso maquillar una historia (como asegurar, verbigracia, que "a principios del siglo VII era España la nación más católica, más culta y más civilizada de Europa") y, sobre todo, ocultar buena parte de la realidad.
Henry Kamen, uno de los biógrafos, hoy de moda, de FelipeII, nos describe otra realidad distinta: "España no era un Estado unificado, sino, más bien, una asociación de provincias que compartían un rey común. La mayoría de las provincias estaba agrupada bajo la Corona de Castilla, que incluía Castilla, pero también el Reino de Navarra y las provincias autónomas vascas. Las provincias orientales, que formaban la Corona de Aragón, comprendían los territorios autónomos de Aragón, Cataluña y Valencia". La sola lectura de los nombres nos hace comprender el juego de identidades nacionales a que me vengo refiriendo.
No se me ocurre propiciar el retorno a aquella situación, pero sí quiero constatar que el transcurso de los siglos no ha conseguido superar ciertas realidades.
La ventaja del momento estriba, a mi juicio, en que, explicadas las cosas en sus términos básicos, nadie se va a espantar por descubrir que la unidad nacional no la hicieron ni Santiago Apóstol, ni los reyes godos, ni Isabel y Fernando. Que aquélla, simplemente, es un sistema político desarrollado en una determinada época de Europa y que ha dado origen a todos los nacionalismos que conocemos.
No creo que la Declaración de Barcelona trate de que, una vez más, la gente se eche los trastos a la cabeza. El éxito de la nue-
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va cultura política que propicia se producirá si se consigue que al ciudadano se le digan algunas cosas que no se le han contado. Así, hay que decirle que ni el centralismo ni la unidad constitucional han conseguido homogeneizar a catalanes, vascos y gallegos, que siguen defendiendo la esfera de poder que preserva su identidad (algo que, por justicia natural, les corresponde definir).
Hay que decirle que la idea de confundir al Estado con la Nación y crear el sistema de unidad nacional, en los casi dos siglos de existencia, ha producido más guerras internas y más derramamiento de sangre que todos los episodios de la historia precedente. Que la compleja y agitada historia de unidad nacional y constitucional no ha conseguido dar al Estado el equilibrio que hubiera necesitado.
Y, sobre todo, hay que decirle que los nacionalismos llamados periféricos no surgieron por obra y gracia de las locuras de unos aldeanos o las utopías de filósofos de campanario. Los nacionalismos catalanes y vascos son el fruto de una reacción, necesaria, a los errores y los excesos de un sistema constitucional que apenas dejaba espacio para sobrevivir. Los nacionalismos a que me refiero no se entienden si antes no se acepta la miopía política y cultural con la que se ha manifestado otro nacionalismo, previo y con vocación de exclusivismo.
El Estado sólo será estable si su organización se adapta a una plurinacionalidad real que la historia ha legado. La voluntad de catalanes y vascos o gallegos de ser nación no es una cuestión de competencias, transferencias o privilegios. Es una cuestión de otro nivel distinto. Supone el reconocimiento real de una identidad colectiva que quiere se le respete y se le reconozca, con todas sus potencialidades políticas o culturales. Tiene que ver con el ser y con el estar y menos con el tener. La geografía peninsular clama por un entendimiento auténtico, que no tiene más obstáculo en su desarrollo que el empeño de un nacionalismo centralizador de imponerse a los demás; de "reducir todos los Reinos a las leyes de Castilla", como recomendara el conde duque de Olivares. El centro deberá aceptar que no es el único intérprete del Estado.
Dentro del Estado, los ciudadanos se sienten de nacionalidad española e integrantes del Estado-nacional, pero en los territorios de Cataluña, Galicia o Euskadi, aunque algunos comparten ese sentimiento, otros rechazan la pertenencia al Estado nacional y, por último, otros aceptan el Estado, pero se identifican sólo con su respectiva identidad nacional, rechazando o posponiendo la española. Ésta es la cuestión. Se respeta o no se respeta esta realidad. Hasta ahora no se ha respetado y todos sabemos lo que ha pasado. Si se desea respetarla en el futuro, el traje constitucional del Estado tendrá que modificarse. Para ello, la Declaración de Barcelona es una oportunidad inédita.
No sé lo que deparará ese futuro, pero sí tengo claro que en el seno de una Europa que busca encontrar su primacía, desde el equilibrio y estabilidad internos, no será ya posible decir que se respetan esas realidades, buscando después las fórmulas para desvirtuarlas mediante la creación de tensiones de solidaridad, agravios comparativos, generalizaciones autonómicas, rebajas competenciales o atribución de la condición de nacionalidad a realidades o colectividades que no cuestionan ningún aspecto de su españolidad. Estos otros problemas, si los hay, no son de nivel constitucional, sino de asignación de recursos y de derecho administrativo. Europa necesita que estas viejas quiebras se suturen desde la perspectiva del respeto mutuo y las reglas democráticas. Tony Blair lo ha comprendido, con el aplauso general.
He oído descalificar las ideas de un constitucionalismo de geometría variable; también, llamar antigualla a las consideraciones hechas sobre los sistemas confederales. Mal camino. ¿En la Europa Unida, no son también antigualla los Estados nacionales, en su forma actual? Habrá que hablar de todo y, como señala un constitucionalista extranjero, analista de estas cuestiones, nos tendremos que acostumbrar a aceptar que, entre la convivencia forzada y el divorcio, la separación de cuerpos puede ser una solución inteligente.
Para algunos, ha constituido una sorpresa ver que los tres partidos nacionalistas firmantes de la Declaración de Barcelona han optado por un planteamiento de reforma, profunda ciertamente, pero no de ruptura. Cualesquiera que sean las opciones personales, ya hay una oferta que ofrece potencialidad para superar las lacras y limitaciones del pasado y lo hace con un sentido de integración. Los vituperados nacionalismos ya han movido ficha.
La reflexión pasa ahora a quienes siguen manteniendo los esquemas de siempre, más o menos suavizados. Si hacen fracasar la oferta, otros optarán por ir más lejos. Hoy, la ventaja radica en que determinados conceptos, hasta ahora inamovibles, se están relativizando ante fenómenos como la moneda única, supresión de fronteras, trasnacionalización de la cultura y las empresas, incorporación a la Unión Europea, etcétera. Habrá que dejar pelos en la gatera. Los firmantes de la Declaración de Barcelona ya lo han hecho por su parte.
El riesgo del momento radica en que las tensiones entre las Ejecutivas de los partidos hagan abortar el esfuerzo. En ese caso, sería la hora de la sociedad civil y de los estadistas.
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