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Tribuna:EL GASTO FARMACEÚTICO
Tribuna
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Para enfocar la financiación pública de medicamentos

Felix Lobo

El pasado martes se hizo efectivo el Real Decreto 1663/1998 que excluye ciertas especialidades farmacéuticas de la financiación pública característica de nuestro Sistema Nacional de Salud. Su discusión en el ámbito político y en los medios de comunicación ha sido más que acalorada. Incluso asistimos a una ruptura del consenso, tradicional aquí, entre gobierno central y comunidades autónomas, con políticas ya iniciadas que, junto a otras, anticipan, quizás, para España futuros "Estados autónomos del Bienestar" con prestaciones diferentes.Este debate -a pesar de que en 1993 ya se promulgara y fuera piedra de escándalo el primer real decreto de este tipo- ha puesto en cuestión los propios principios de nuestra prestación farmacéutica, y a ellos voy a dedicar estas reflexiones. Me voy a limitar además a la pregunta ¿qué se financia con fondos públicos?, dejando para mejor ocasión la interrogación ¿quién paga?, ¿sólo el sector público, o los pacientes contribuyen también al recibir los medicamentos?

Lo primero que hay que recordar es que el sistema actual ya fue definido en la Ley General de Sanidad de 1986 y en la Ley del Medicamento de 1990. El principio es que el Sistema Nacional de Salud sufrague los medicamentos, pero selectivamente, dejando abiertas las posibilidades de excluir productos ya comercializados o de no incluir los de nueva comercialización cuando se cumplen ciertos criterios que se establecen con mucha amplitud.

Después de las características de medicamentos y enfermos, los criterios más importantes son que el precio ofertado por la empresa farmacéutica sea demasiado alto, que los medicamentos estén indicados para síndromes menores y que su eficacia terapéutica sea discutible. Los dos últimos son los que fundamentan los dos decretos que hasta ahora han excluido productos. El criterio del precio se aplica día a día al tramitarse la autorización de los medicamentos de nueva comercialización y su financiación pública.

Este sistema es más flexible que la lista "positiva" del Seguro Obligatorio de Enfermedad allá por los años cuarenta y cincuenta (sólo los medicamentos enumerados en un petitorio eran pagados con fondos públicos, sin contribución de los enfermos) y menos derrochador que el de la Ley de Seguridad Social de 1963, que indiscriminadamente pagaba todos los medicamentos comercializados para todos (aunque con una inicialmente pequeña contribución de los no pensionistas).

Las razones que avalan la actual financiación selectiva frente a la indiscriminada anterior son claras. Una es de orden técnico. La ha expresado la Organización Mundial de la Salud, que pone de relieve que hay medicamentos menos esenciales que otros. Algunos medicamentos salvan todos los días miles de vidas. Otros sólo nos proporcionan un confort adicional. Esta gradación impone establecer prioridades entre medicamentos (y en relación con otros servicios sanitarios) y concentrar los recursos disponible en los prioritarios.

Es la razón de la eficiencia, que no sólo exige que con los recursos públicos hagamos algo positivo o bueno, sino además que los empleemos en la mejor alternativa posible. Y alternativas de gasto más eficientes que los medicamentos para síntomas o síndromes menores parece que tenemos unas cuantas en nuestro Sistema Nacional de Salud. Por ejemplo, la prevención y detección de formas de cáncer que, según estudios recientes, demasiadas veces se diagnostican al acudir el enfermo a los servicios de urgencias, cuando ya es demasiado tarde; o la cobertura total de las vacunaciones; o la salud bucodental; o la prevención en serio del tabaquismo y el alcoholismo, etcétera.

Hay una tercera razón estrictamente económica. Si el Sistema Nacional de Salud es el comprador, no tiene sentido impedirle seleccionar los medicamentos a financiar cuando hay varias alternativas que difieren en sus condiciones económicas. Con financiación indiscriminada, sus manos están atadas frente a las empresas farmacéuticas. Con financiación selectiva, su poder de negociación se acrecienta extraordinariamente. Además, se están produciendo fusiones de las empresas farmacéuticas que no sólo aumentan su tamaño, sino que también, y por primera vez, extienden a diversos submercados, más allá de unos pocos campos de especialización, su poder de monopolio, entre otras cosas para acumular más fuerza en las negociaciones con las administraciones que cada vez gestionan mejor. Esto lleva a considerar con gran preocupación cualquier ruptura del "frente comprador".

No es extraño, entonces, a la vista de estas tres razones, que la financiación indiscriminada que tuvimos en España hasta 1993 sea desconocida no sólo en Europa, sino en el mundo entero. Incluso tras los dos decretos, la amplitud y generosidad de la prestación farmacéutica española siguen sin tener parangón.

La tesis de la futilidad de estas medidas no podía por menos de esgrimirse. Se dice que no sirven para nada, que no ahorran porque los médicos recetarán otras medicinas incluso más caras. Me parece que este efecto no debe ser achacado al nuevo sistema, sino a una definición imperfecta de las enfermedades o síntomas para los que están indicadas, o a una prescripción inadecuada. Por el contrario, estas medidas contribuyen a resolver estos problemas, pues al acotar el espectro de los productos incluidos en la prestación farmacéutica, aportan claridad y reducen la cantidad de información que los médicos y farmacéuticos deben dominar. Es cierto que no es fácil asociarles ahorros concretos, pero es que se trata de un principio general básico de la organización de la prestación farmacéutica, cuyo influjo positivo se despliega en todos sus aspectos y de forma permanente. No es tampoco la única dimensión de la política de control del gasto farmacéutico, pero es uno de sus pilares.

Los críticos de la financiación selectiva podrían mover su diana sin mucha dificultad. Una de las características básicas del Estado del Bienestar es que no es viable sin un Estado fuerte. Los Estados fuertes, además de gastar, son capaces de diseñar las reglas del juego. Una alternativa a la financiación de los medicamentos de segunda fila es mejorar la eficiencia de sus mercados haciéndolos más competitivos, por ejemplo, promoviendo los genéricos o la competencia entre las farmacias.

Para terminar, una valoración política. Estando en la oposición, tanto el PP (1993) como el PSOE (1998) se han desgañitado -a veces llegando a odiosos extremos populistas- contra los antipáticos decretos de financiación selectiva. Estando en el gobierno, tanto el PSOE (1993) como el PP (1998) los han aprobado. Con el enfoque adecuado, puede pensarse que ambos han estado a la altura de sus responsabilidades.

Félix Lobo es catedrático de Economía Aplicada de la Universidad CarlosIII de Madrid y miembro del Consejo de Expertos en Política y Administración de Medicamentos

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