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Los "guiris"

Con la mirada extraviada, la boca reseca, rastreando un poco de sombra, el madrileño anda como sonámbulo estas semanas caniculares, vencido y olvidado el terrible mes de julio, con el ferragosto encima, la esposa y los vástagos de vacaciones y la conciencia culpable de su propia mala suerte.Lo mismo se puede aplicar a la madrileña, en parecida expectativa, aunque, por ahora, sea raro el mismo caso, al revés. En las situaciones de soledad, el tratamiento es común a los dos sexos. O a los tres, tengamos las calores en paz.

Hay varias formas honradas de combatir este bochorno, si las circunstancias nos fuerzan a permanecer en la ciudad, obligados por el quehacer a pisar la calle en horas diurnas: andar despacio, tomarse las cosas con mayor calma de lo habitual -en el caso de los funcionarios públicos- y, último descubrimiento, seguir el rastro de los forasteros, el instinto infalible de los turistas, que les lleva a rehuir, con admirable intuición, los lugares donde se concentra el calor.

Por extraño que parezca, la zona del centro, los aledaños de la Puerta del Sol, la Plaza Mayor, e inmediaciones de la Gran Vía tienen la preferencia de los extraterritoriales que nos visitan en esta época. No crean que buscan cobijo en el aire acondicionado de los grandes almacenes; eso se le ocurre al indígena y es sólo transitorio alivio.

Ayer mismo he peregrinado por los alrededores de la glorieta de Santo Domingo, a la espeluznante hora de las cinco de la tarde, que son las cuatro, que son las tres solares. No son habladurías: hay gente por las calles a esa hora. Incluso sentados en las terrazas, al africano aire libre, con la liviana protección de las sombrillas que proporciona el local. Paradigma de la reconfortante colonización americana que vivimos, la bebida más frecuente sobre los veladores es la inevitable cola, cuya mayor y excepcional virtud, para mi sayo, es que posiblemente no transmita el sida ni la enfermedad del sueño.

Mientras, hemos comprobado que el pavimento y las aceras se encuentran en lamentable estado, a la espera de que los presupuestos municipales se derramen por allí.

Notable, en cambio, la conservación de las relativamente recientes vías peatonales, donde parece alentar la actividad comercial. Menudean las zapaterías, dando la sensación de que Madrid es la ciudad del mundo donde hay más de ellas, junto con las bisuterías, las tiendas de discos, las perfumerías, la venta de teléfonos digitales y los restaurantes chinos, que explican, hasta cierto punto, la instalación de las mafias extorsionadoras; mero funcionamiento de la oferta y la demanda. Paraje también de cambistas, informadores, en letreros fijos y bandas luminosas, de que no hay comisiones, ambiguo aserto, referido a la transformación de las divisas en las, por ahora, supervivientes pesetas, y referencias casi platónicas.

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Cuesta trabajo identificar, por el aspecto externo, a los genuinos habitantes de nuestra villa. O son demasiado morenos o decididamente rubicundos. Entre los primeros, la emigración magrebí, los turistas griegos, italianos, los gitanos, que ya no andan por el monte solos, les vemos por todas partes y no merchan a salto de mata, sino que van a lo suyo, cosa que pocos saben en qué consiste.

Los albinos británicos y escandinavos bajan a estos sures a pillar quemaduras de segundo grado. Hasta es posible ver, de refilón, alguna silueta furtiva, difícil de clasificar. Una amiga muy despistada, que cubiletea en el cerebro ideas, informaciones y chismes televisivos, afirma con rotundidad que son concejales y diputados tránsfugas, a la deriva, que salen a tomar el aire, fiados en la impunidad de los 36º a la sombra. No lo creo, francamente.

Cualquiera, con mínimo dispendio, puede colmar ese deseo secreto de sentirse extranjero, sin abandonar el suelo patrio. Ni siquiera es necesario indagar en las numerosísimas agencias de viajes, otra de las franquicias que menudean en todos los barrios. Saqué la impresión de que las inclemencias que nos flagelan son más llevaderas si intentamos ponernos en la piel de este prójimo que corretea por placer, y encima pagando. Son penalidades, recuérdenlo, por las que pasamos en nuestros irreflexivos cruceros mediterráneos. Me sentí turista de verdad, me sentí un guiri más, cuando unos jóvenes, alemanes de aspecto, me preguntaron por el museo del jamón. Me alcé de hombros, arbolando una sonrisa estúpida. No sabía dónde estaba el más cercano.

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