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Un lugar donde todo es manejable y silencioso

El eslogan Little is beautiful es el que mejor le cuadra a Sant Pol de Mar. En este pueblo todo es manejable y silencioso: a un paso de la multitud de Calella, hacia el norte, y a dos de las aglomeraciones de Arenys de Mar, hacia el sur, este pequeño rincón del Maresme ha limitado el crecimiento, la invasión turística y los excesos a lo humanamente soportable, sin que hasta el momento se conozcan quejas de los residentes o de los visitantes por lo tranquilo que es y por las buenas siestas que se pueden descabezar, sea o no sea temporada alta. Francesc Pomés, alcalde de Sant Pol, admite que el crecimiento es una preocupación permanente, pero también conservar la postal del lugar: la oferta turística de Sant Pol es el pueblo en sí mismo. Pomés y sus antecesores han dado los pasos necesarios para que no pueda levantarse un rascacielos o algo parecido en los anchos límites del municipio -más de cinco kilómetros de playa-, y los propietarios de terrenos prefieren la calificación de zona residencial ajardinada a la de zona turística. "El pueblo no tiene más secreto que la tranquilidad", dice un ciudadano de Barcelona con casa abierta en Sant Pol todo el año. A finales de los sesenta, algunos pensaron en imitar a sus vecinos y dieron los primeros pasos para atraer un turismo masivo. La abeja de Rumasa revoloteó por la zona del núcleo urbano más próximo a la carretera nacional y construyó el único bloque de apartamentos de proporciones exageradas, pero ya se vio que aquello no iba a ninguna parte y enseguida se echó el freno. Pasados los años, las casas de toda la vida, de cinco metros de fachada, son mayoría. Pomés confiesa que, entre sus objetivos, no figura promocionar el turismo ocasional: "Quien viene aquí se queda, y por eso preferimos los veraneantes estables". Cuenta el alcalde que en el municipio hay un único establecimiento, el hotel Miliet"s, especializado en viajes organizados para turistas, la mayoría alemanes, que se hospedan en él 8 o 10 días, a razón de 3.000 pesetas por jornada. "Este tipo de turismo no gasta mucho y da poca vida al pueblo". Por eso Sant Pol está ausente de los grandes circuitos de promoción y prefiere el veraneo familiar. La cosa empezó hace más de un siglo, cuando el indiano Ramon Planiol, hijo del lugar, regresó de América con la vida resuelta, construyó en el municipio dos casas impresionantes y animó a otros a buscar allí refugio veraniego. En pocos años, los músicos Enric Morera y Amadeu Vives, el escritor Angel Guimerà, el arquitecto modernista Ignasi Mas Morell y el propietario de Vichy Catalán, Modest Furest, se fueron a pasar los calores a Sant Pol. Mas Morell legó algunos edificios estimables y un tal doctor Roure también se hizo allí una casa de retiro. Aquellos ilustres visitantes formaban filas en la burguesía de Barcelona y mantenían relaciones muy fluidas, no exentas de paternalismo, con los vecinos de Sant Pol. Ahora todo es diferente. El pueblo tiene hoy 3.200 habitantes, pero en pleno verano el censo oscila entre los 12.000 y los 15.000 residentes, y la interrelación entre naturales y visitantes es escasa. Así lo ve y lo explica Ricard Cabot, vicepresidente del Club Náutico de Sant Pol, fundado en 1962 por veraneantes de Barcelona y que ahora cuenta con 300 socios: "A veces he tenido la sensación de que había una cierta distancia". Puede que sea así, porque no llegan a la docena los habitantes de Sant Pol que son socios de ese club, que cuenta con unas pequeñas instalaciones en la misma playa, junto al espigón y frente a la estación. Ramon frecuenta el parlament, tertulia de ilustres jubilados que arregla el mundo a la sombra de unos tilos y con la mirada puesta en el horizonte. "No hace falta que vengan los de Barcelona a arreglarnos el pueblo, que ya está bien como está", comenta el parlamentario cuando se le pregunta por el futuro de su pueblo. -¿Por qué llaman lloritos a los veraneantes? -Siempre ha sido así. La verdad es que varias generaciones de veraneantes tienen noticia de ese apelativo, fruto de la retranca local. El otro, menos difundido, es fiambreras, en referencia a las personas que los domingos se acercan en tren a la playa, provistas de la preceptiva fiambrera para comer en ella. Esos visitantes son cada vez más infrecuentes y la palabra ha caído en desuso. "En todos los lugares donde hay muchos forasteros pasan esas cosas, y aquí el asunto del reloj lo ha reforzado", dice Ramon Serra, director de la Escuela de Hostelería instalada en el hotel Gran Sol. La leyenda es de sobras conocida: un alcalde original decidió construir una visera para proteger de la lluvia un reloj de sol, con lo cual éste dejó de tener utilidad e hizo fortuna la broma: Sant Pol, quina hora és?. A partir de ahí se contaron historias de trenes despedidos a pedradas y otras trifulcas desencadenadas por forasteros que preguntaron la hora con mejor o peor intención. Serra aún tuvo un pequeño conflicto cuando, 30 años atrás,se le ocurrió entregar unos trofeos en un recital de canción que reproducían un reloj. Pero las cosas han cambiado tanto que una pastelería vende una tarta llamada Reloj de sol; la Escuela de Hostelería encargó en su día un grabado a Jordi Rosés en el que no falta una alusión al reloj y, por si eso fuera poco, el eslogan oficial del pueblo es Benvingut a tota hora. Además, el alcalde cuenta una versión francamente heroica y verosímil de lo que en realidad sucedió: durante la guerra contra el francés, éste ocupó el pueblo tras dura batalla y, a título de castigo, convirtió el bronce de las campanas de la iglesia en balas de cañón; así se quedó Sant Pol sin saber la hora durante un tiempo. Si non é vero é ben trobato. El comerciante Jaume Pera sostiene que la historia del reloj de sol la incluyó sin mayor fundamento Pere Coromines en Els jardins de Sant Pol, y así hasta hoy. Los Pera se dedican al comercio desde 1910 y alientan algunos temores sobre el futuro del sector, aunque Jordi reconoce que el boom turístico lo aprovechó todo el mundo "alquilando una habitación o abriendo una tienda con cuatro cosas". Sabe el último de los Pera que no pasará por los malos momentos que pasaron sus colegas de Calella con el turismo de alpargata que trajeron los tour operators, "que no gastaba ni cinco", pero le gustaría dar con el término medio entre aquel modelo y el suyo: "El pueblo es ideal para los que no han de vivir en él y hacer negocio; para nosotros es diferente".

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