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Hace falta cambiar de estrategia

El 16 de septiembre de 1994 participé en Manresa -en calidad de moderador- en un debate del máximo interés y oportunidad, organizado por la ICEA, sobre los incendios forestales. En la misma mesa debatían representantes de primer nivel de la Administración (Agricultura, bomberos, agentes rurales, parques naturales), ADF, agricultores, técnicos forestales y ecólogos; los protagonistas de la polémica actual estaban ahí. Al presentar la publicación que recogió el contenido de las ponencias escribía: "... Se tomó la postura más humilde y generosa ante un problema que a todos nos afectaba y, sin duda, nos desbordaba. El debate no se basó en la búsqueda estéril de culpables, sino en la propuesta de soluciones desde el reconocimiento de las debilidades claramente evidenciadas. En el debate hubo una gran sinceridad respecto a un enemigo común que no estaba en la sala". Este artículo es, en primer lugar, una llamada a la continuación de este espíritu. Las conclusiones del debate fueron claras y de gran interés, hoy son plenamente vigentes. Han transcurrido cuatro años y nos enfrentamos a un nuevo gran incendio. ¿Qué se ha hecho mal? ¿Qué conclusión no se ha aplicado? Deberemos seguir el debate, pero, en mi opinión, hay que cambiar el enfoque estratégico. Estamos perdiendo la guerra frente a los incendios forestales. Es cierto que los incendios son endémicos en el bosque mediterráneo, es cierta la capacidad de reproducción natural después de un incendio, pero también es cierto que la sucesión de grandes incendios en ciclos temporales cortos liquida la capacidad natural de reproducción y esto es lo que está sucediendo. La degradación paisajística es hoy evidente en muchas zonas de la Cataluña central y meridional, y la esperanza de recuperación natural, impensable en algunas de ellas, al menos en un horizonte temporal alcanzable. Hay que aceptar como hipótesis de trabajo el cambio climático y actuar en consecuencia. No hay que recurrir a grandes estudios estadísticos, la simple observación de gráficos de temperaturas medias en este siglo es suficientemente elocuente. Más grave es el dato sobre la frecuencia y gravedad de las condiciones de sequía registradas, dato que suele quedar oculto tras unas estadísticas de pluviometría media anual enmascaradas por lluvias torrenciales caídas en unos pocos días al año. El año de la gran sequía de 1994 terminó siendo un año lluvioso (todo el agua cayó en otoño sobre los bosques calcinados). Es posible, incluso, que el cambio climático no responda a la acción del hombre y sea simplemente el resultado de un ciclo natural, aceptémoslo. Pero ¿en qué modifica nuestra estrategia la esperanza de una inflexión en el ciclo dentro de 300 años? La sociedad catalana, a través de sus representantes, tiene que decidir si acepta el proceso de degradación de su paisaje, proceso en el cual los bosques actuales son sustituidos por formas inferiores de vegetación, o se oponen a ello con los medios adecuados. Si estuviésemos planteándonos la defensa de una zona deltaica ante un aumento sensible del nivel del mar, las opciones serían básicamente dos, la adaptación o la artificialización; es decir: el abandono de terrenos que serían ocupados por el mar o la construcción de diques. En el caso de los bosques el tema es similar. Hay que crear discontinuidades, hay que segmentar el territorio en las áreas sensibles. ¿Convertirlo en un jardín? No se trata de jugar con las palabras, pero sin duda se trata de artificializarlo parcialmente para hacer posible conservarlo. Ante un incendio, todos los medios debidamente coordinados deben dirigirse a tal o cual segmento con una estrategia de actuación previamente estudiada, conocida y definida sobre una cartografía a escala operativa. La actuación principal debe dirigirse a atacar el foco del incendio, pero deben articularse recursos para defender la contención de éste dentro de los límites del segmento. Hemos visto cómo los incendios forestales saltan ríos y autopistas, pero también los hemos visto detenerse ante un campo de lino o simplemente ante un campo labrado y, casuísticas aparte, es sin duda más fácil contener un incendio desde un campo labrado o una carretera. Doctores tiene la Iglesia y habrá que estudiar cómo se definen estos segmentos y cómo se concretan eficaces barreras (campos agrícolas con cultivos adecuados o cultivos que les permitan estar bien labrados en la época de incendios, deforestación y artificialización de márgenes suficientes en algunos caminos y carreteras, etcétera). A otro nivel habrá que replantearse el interés de actuaciones de reforestación en zonas donde el proceso natural tenga claras dificultades o la sustitución parcial y progresiva a largo plazo de las especies arbóreas actuales (pino básicamente) por otras más resistentes frente al peligro de incendios repetidos (Quercus, por ejemplo). En el primer caso existe un coste directo; en el segundo, además, un coste de oportunidad dada la menor rentabilidad de las especies reemplazantes. He citado los costes, ésta es la otra cuestión. La sociedad catalana debe decidir qué bosque quiere, pero también cuánto está dispuesta a pagar por ello. Es demagógica cualquier propuesta que proponga nuevos gastos públicos sin indicar qué gastos actuales pueden ser suprimidos (renunciando a los productos o servicios derivados de tales gastos públicos) o qué nuevos ingresos pueden obtenerse. La gestión de este enfoque estratégico sólo es posible mediante un pacto que incluya a agricultores y propietarios forestales, a los usuarios del bosque y a las administraciones públicas. Los bosques de los que estamos hablando son generalmente privados, con una rentabilidad actual escasa o muy escasa como fábrica de productos comercializables (madera especialmente). En cambio, disponen de una demanda creciente en servicios de uso público (paisaje, acceso al propio bosque como zona natural donde practicar múltiples deportes y actividades de ocio, donde buscar setas, etcétera). La sociedad urbana está imponiendo en el bosque un modelo interesadamente desequilibrado; mientras aboga por un acercamiento al mercado de la producción agroforestal y censura las ayudas, reivindica con contundencia el uso público de los bosques. Desde este escrito también se reivindica el uso público del bosque pero dentro de los límites de un pacto con compromisos, costes y beneficios para todas las partes. No creo que sea atrevido afirmar que los bosques se están conservando en Cataluña gracias a la labor en primer lugar de los payeses. Pero también es cierto que existe una activa y creciente cultura de defensa del bosque desde fuera de la agricultura; los voluntarios no agricultores agrupados alrededor de las ADF o el papel activo desde múltiples medios de comunicación hablan de ello. Es posible que una propuesta nacida del consenso sincero entre todas las partes implicadas sorprendiera a propios y extraños y obtuviera energías y recursos, públicos y privados, hoy insospechados. En cualquier caso, volviendo al día a día, no apuremos las discusiones sobre galgos o podencos, estamos en julio y la sequía avanza. Francesc Reguant es economista.

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