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Oficinas

LUIS GARCÍA MONTERO Cuando un cigarro se olvida en el cenicero, por culpa de una conversación entretenida o por la mala y divagadora cabeza de su dueño, adquiere poco a poco la hechura de una minúscula trompa de elefante. Los olvidos miran con ojos de ceniza, de existencia quemada, de la huella que dejan los pasos fugitivos del tiempo al estancarse. A mediados de julio, mientras la amenaza de los termómetros eleva su temperatura como un panfleto nacionalista y las ciudades falsean su historia de multitudes hasta quedarse en los huesos, las oficinas parecen cigarros olvidados en un cenicero. Al margen de las fotografías marítimas, de los mitos playeros, de ese rumor de nombres exóticos y precios que invade los escaparates de las agencias de viajes, las mesas de despacho sufren en las oficinas una quemadura diaria, una desesperación calurosa del tiempo, que va de las orillas húmedas al desierto, de los nervios imprecisos a la soledad estancada. Aunque el aire acondicionado se esfuerce por ofrecernos un caribe artificial, casi siempre incómodo y descontrolado como una Siberia caprichosa, la verdad es que los archivadores, los libros de cuentas, las estanterías, los cuadros mustios, los vasos de agua, los bolígrafos y las persianas se unifican en una pegajosa gota de sudor, que cuelga del ambiente y paraliza la vida con voluntad de estalactita. Las oficinas de julio son el paraíso de la combustión interna, porque las vacaciones arden en la cabeza de la gente que espera el mes de agosto. Y la esperanza, para qué vamos a engañarnos, ya no es la bandera azul que lo justifica todo, sino la linterna que ilumina y recuerda las ilusiones frías, las fatigas del año, la rutinaria crueldad de los despertadores. El verano es una cuestión de desnudos, pero los desnudos son asunto de doble filo, complicaciones que pasan de la insinuación a la catástrofe. El oficinista de julio no suele parecerse al cuerpo de abrumadora belleza que pasea por las orillas o vive en las ofertas publicitarias, sino a la evidencia recién duchada del que se reconoce en la implacable figura de un espejo y mueve las pupilas cansadas por el pantano de la piel, la edad y la inercia. Detrás de cualquier ventanilla, detrás de cualquier mesa, sobre los papeles y los teclados, flotan mil monólogos interiores, mil interrogaciones que se resumen en la pregunta de siempre: ¿qué hago yo aquí? Los billetes doblados en un monedero salen también desnudos a la luz. Cuando voy al mercado, me conmueven las mujeres que abren con dedos minuciosos su monedero y pagan la cuenta con un billete doblado por mil monólogos interiores, que soportan vergonzosamente el impudor de la claridad ante los ojos del tendero. Los oficinistas de julio saldrán a las calles de agosto doblados por mil sitios, como quien deja un vientre oscuro que poco a poco se hizo irrespirable, la entraña pegajosa e insignificante de una gota de sudor. Termino de escribir esta columna y busco las llaves del coche para subir a la Facultad. En mi oficina esperan los últimos exámenes por corregir. Nada es más triste, más duro, más cruel, más desalentador, que corregir exámenes en julio.

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