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Líbrenme de estos trastos

Cuando alguno de los miles de extranjeros que han fijado su residencia en la Costa Blanca decide volver a su país de origen, los muebles, cuadros, objetos y adornos que ha acumulado se convierten en un engorro. ¿Qué hacer con ellos? Existen dos opciones. Una, vender la casa amueblada, con los inconvenientes intrínsecos de poner precio a una lámpara de estilo art-déco. La otra, llamar a los Metcalf, que se ocuparán de dejar su domicilio como si hubiera recibido la visita de unos ladrones experimentados y de subastar todo el material en la puja pública que organizan todos los martes en El Campello. Brian Metcalf tiene 62 años y ha sido subastador desde edad temprana. Ironías del destino, vino a España junto a su esposa Margareth Dorothy en busca de una jubilación bien merecida, pero un robo que les dejó sin nada le obligó a retomar su profesión en El Campello. Decidió poner en práctica su idea de vaciar casas para subastar sus enseres. En la transacción, los Metcalf se reservan un 20% del valor que alcancen los objetos en la subasta, y en bienes valorados en más de 5.000 pesetas acuerdan con el dueño el precio de salida. El día en que este periódico visitó el almacén donde los Metcalf guardan sus adquisiciones había 400 objetos a subastar. La venta pública comenzó, con puntualidad británica, a las 19.30 y finalizó cerca de las 22.00. En esas dos horas y media, la nave se convirtió en un torbellino de precios y manos alzadas para pujar por gangas como un juego de cuchillos de cocina a estrenar por 1.000 pesetas, o la primera plana del New York Times con la noticia del hundimiento del Titanic enmarcada, por 5.000. Dos empleadas se ocupaban de mostrar los objetos, ofertados a voz en grito por Brian, que no cesó de bramar ni un segundo en una mezcla de inglés y castellano chapurreado, apoyado por las traducciones de una ayudante. "Campana de barco. Grande. 500 pesetas. 600. ¿Algo más? 700. ¡Más barato! 800 para el caballero con el número 32". Y así, sucesivamente, hasta agotar todas las existencias, a una velocidad vertiginosa que hacía prácticamente imposible para el no iniciado el pujar por cualquiera de los enseres expuestos. Compradores había para todos los gustos. Desde parejas jóvenes que buscaban un televisor y un vídeo de segunda mano hasta vendedores ambulantes que acudían a surtirse de mercancías para sus tenderetes. Que pujaban sobre la marcha o con objetivos marcados de antemano. Era el caso de una mujer rubia de aspecto inglés que, por sus pujas por los adornos más baratos, parecía querer adornarse la casa a precio de saldo. "Esto en Inglaterra es normal", según Brian, "en un pueblo como El Campello, allí habría dos o tres subastas como ésta". Sin embargo, en L"Alacantí sus procedimientos son únicos. Brian se muestra satisfecho con la marcha del negocio, en el que también participa, además de Margareth Dorothy, su hijo Michael. El día de la subasta emplean a cinco o seis personas. Los bienes que no se venden pueden ser retirados por sus propietarios o expuestos a un precio más bajo en la siguiente puja. Los Metcalf no se dedican exclusivamente a vaciar casas. También realizan la operación a la inversa y amueblan domicilios con excedentes de otras subastas. Por el material expuesto, uno puede amueblarse la casa y decorarla en el más genuino estilo inglés a un precio razonable. Asimismo, hacen las delicias de los anticuarios y los interesados por las reliquias victorianas. Brian vuela todas las semanas a Londres y regresa pertrechado con contenedores llenos de objetos antiguos, que subasta el último viernes de cada mes. Pero nunca falta a su cita de cada martes para vender objetos llenos de recuerdos para los que se deben deshacer de ellos, pero que los compradores adquieren al precio más bajo posible en un regateo que dura un suspiro.

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