_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Los presos y las víctimas

Siniestra paradoja: hace tiempo que aquí se mata en pro de unos presuntos derechos carcelarios de quienes antes han matado o ayudado a matar y siguen dispuestos a la matanza. ¿Cómo es posible que esta mortífera invocación, que permite a nuestros bárbaros uno y otro día calificar a los demás de "carceleros y torturadores", sea aún secundada, por sedicentes progresistas y bienintencionados pacifistas?; ¿que haya servido al fin a la mayoría del Parlamento vasco para conminar al Gobierno español a sentarse en el banquillo de Estrasburgo?Conforme a nuestras leyes penitenciarias, se diría que el contacto con su entorno familiar y social es un derecho que todo recluso conserva. También, que el cultivo de esas relaciones resulta uno de los instrumentos precisos del, tratamiento penitenciario y, por ello mismo que la Administración ha de procurar que cada área territorial cuente con prisiones suficientes.para "evitar el desarraigo social de los penados". Lo que no está claro es que aquél sea un derecho sin restricción que ese medio terapéutico no venga limitado por el fin previsto por la terapia misma y que en suma, el Estado esté obligado sin excusas al traslado de los presos etarras -porque de ello se trata- a las cárceles del País Vasco o a las más próximas.

Los hombres de leyes (incluidos los de HB) saben bien, siquiera por la nutrida jurisprudencia a su alcance, que la reeducación no es el único objetivo de la prisión y que su acercamiento geográfico no representa un derecho fundamental del preso. Basta pensar que, antes a la base de cualquier tratamiento penitenciario, el principio primero que orienta la justicia penal cuando dicta un pena de privación de libertad es la defensa de la sociedad; o sea, la protección de sus bienes jurídicos y la seguridad de su miembros. Sólo así se entiende que la rehabilitación pretendida busque infundir en el condenado, "la intención y la capacidad de vivir respetando la ley penal". Y que de ahí se siga, por cierto, la necesidad de conocer y tratar "Ias peculiaridades de personalidad y ambiente del penado que puedan ser un obstáculo" para aquella meta.

De suerte que el carácter controvertido de fomentar aquel vínculo familiar y social, y aún más en el caso del preso terrorista, parece residir en el riesgo probable de que impida o retrase su rehabilitación. No sería justo ni coherente que, a fin de evitar su desarraigo social, se realimenten por vía ambiental o sectaria los motivos de su delincuencia... y así se ponga en peligro de nuevo la paz colectiva. Una cosa es su reinserción social y otra, exactamente la contraria, su reingreso en la banda terrorista. Claro que el riesgo inverso es el de que, sin propiciar en nada esa reinserción, su mayor soledad empuje al delincuente al embrutecimiento y desesperación. Tan contingente es, pues, el ejercicio de aquel derecho que se aduce como discutible el acierto de esas normas que lo restringen. En suma, el acercamiento a su tierra ¿no será más bien una aspiración razonable del penado, pero condicionada por el propio objetivo al que se endereza su pena y, en último término, por el derecho de la sociedad a defenderse?

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Pero es que entonces, replican muchos, se lesionan los derechos de sus ya quebrantadas familias. Nada más comprensible que la favorable e incondicional disposición de los familiares hacia sus seres queridos en ese trance, pero su dolor particular no nos convierte en sus rendidos deudores. Su condición de parientes de los encarcelados hace que también sobre ellos recaiga sin remedio alguna parte de su pena, aunque sería deseable que les volviera no menos capaces de expresar dolor por tanta tragedia sembrada por los suyos. Sea como fuere, ese parentesco reclama sin duda una especial consideración para con ellos, pero seguramente no les confiere un derecho indisputable que pueda contrariar los principios y objetivos penales.

Al fin y al cabo, igual que el afán de venganza privada del que ha sufrido el daño o de sus cercanos no debe entrometerse en la administración pública de a justicia, tampoco ésta puede quedar a merced del pesar causado a sus familiares por la condena del malhechor.

Sólo tras dejar sentadas ésas y otras distinciones se están el deber, entonces sí, de denunciar cuantos abusos se produzcan (y, para vergüenza de todos, parece que se producen) en el recinto carcelario: desde el confinamiento absurdamente lejano de ciertos internos, con un perjuicio familiar injustificable, hasta la violación de derechos más básicos reconocidos por la ley penitenciaria. Entretanto, uno se inclina a pensar que la pretensión de acercamiento de los presos no es cosa del derecho, sino (por aquello de summum ius, summa iniuria) de una piedad que atenúe los rigores del derecho. Pero que no se confundan, que en esta confusión radica buena parte de las perversiones intelectuales y morales que anidan en el País Vasco. Porque del mismo modo que no hay que exigir en justicia lo que sólo merece compasión tampoco ha de alterarse aquí si entrada en escena: la justicia es primero, la piedad viene después. ¿O es que ya no sabemos discernir entre la desgracia in justa causada al agredido y el merecido sufrimiento que el castigo inflige a su agresor?

Tal vez mucho de lo anterior sea contestable y nada me costaría rectificar. Pero, a falta de reflexiones públicas como éstas, desde la supuesta evidencia de unos derechos humanos pisoteados, se ha venido a crear en el País Vasco la impresión de que en este punto el Gobierno e conduce como una instancia vengativa que desprecia su propia ley. Y cuando, además, las fuerzas políticas vascas partidarias del acercamiento no encabezan sus solicitudes con una rotunda proclamación de la justeza de las penas de los delincuentes presos, lo que están ofreciendo de hecho es una disculpa de sus delitos. La culpa de los penados comienza a diluirse en otra culpa más amplia, la estatal; cuanto más crece ésta, más hace decrecer a aquélla. Cunde incluso la sospecha de que, si el poder público es responsable ahora de este atropello, también pudo serlo antes: a la postre, ¿no habrá sido otra forma de su autoritarismo la que en su momento indujo al crimen terrorista?

No es un secreto que hay quien contempla en esos condenados a unos luchadores por la "liberación nacional" y, en su acercamiento a Euskadi, una etapa transitoria hacia su pronta y justa excarcelación. En tanto los demás no desmonten abiertamente tales premisas y delaten semejantes intenciones, ¿pueden acaso compartir idéntica reivindicación e invocar los mismos "derechos"? Somos muchos más los que vemos en esos reos precisamente lo que son: quienes han atentado contra las libertades de todos los ciudadanos vascos, así come contra la vida, la integridad y los bienes de miles de ellos. Pero esta declaración, que en modo alguno hay que darla por sobrentendida, no se escucha en esta sociedad ni en su espacio público con la debida nitidez. ¿Habrá que repetir que la virtuosa piedad, que también acoge a los que han derramado sangre inocente, no puede prestarse a costa de rebajar o silenciar la atrocidad de su delito?

Si así lo hiciera, entonces incurriría también en el ultraje de sus víctimas. En ese desprecio no temen incurrir, sino que lo vocean a voz en cuello desde su inhumanidad quienes proclaman que las verdaderas víctimas (inmoladas por la salvación de su Pueblo, sacrificadas )por el Leviatán invasor) son los criminales. Los demás, en cambio, quienes distinguimos entre unos y otros, no debemos olvidarnos de las víctimas reales si queremos ser justos. No en balde, la privación penal de libertad persigue todavía otro objetivo que suele pasarse por alto: la reparación del daño de los perjudicados por el crimen.

Y si al muerto de un tiro en la nuca nada se le puede ya restituir, a las víctimas supervivientes o a los allegados de las desaparecidas hay que reparar en lo posible. Pues, como dejó escrito un ex secuestrado, "para la víctima la pena es de gran importancia. No porque satisfaga la necesidad de venganza, puesto que la mayoría de las veces no lo hace. Sino porque la pena demuestra a la víctima la solidaridad social. La pena excluye al delincuente y con ello acoge a la víctima". Así pues, que se conceda a los presos los beneficios previstos por la justicia y cuanto nos dicte una genuina piedad. Pero no menos justicia a cambio de más compasión, porque en ese apego injustificado por los asesinos, la sociedad -además de perderse el respeto a sí misma- mostraría un cruel desapego hacia sus víctimas. Y, entonces, el fatal desconsuelo de estas víctimas sería otro fruto perverso de una ciudadanía desmoralizada.

Aurelio Arteta es catedrático de Ética y Filosofía Política de la Universidad del País Vasco.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_