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Tribuna:
Tribuna
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Obras y natalidad

Pues yo sigo cavilando, aquí donde me leen, acerca de una paradoja totalmente incomprensible que ya planteaba hace unos meses. Se trata de lo siguiente: si Madrid se está despoblando, según las estadísticas, ¿a qué viene la proliferación de obras públicas inmensas e interminables, quiénes son sus futuros beneficiarios? No hay indicio alguno de que la todavía capital del Estado español vaya a recibir nuevas e imparables oleadas migratorias como hace cuarenta o cincuenta años. ¿Cuál es, entonces, la razón del neodesarrollismo salvaje que amarga y arruina la existencia cotidiana de la ciudadanía actual? Desde que me formulé, más o menos, estas preguntas, todo ha ido a peor. Los túneles y aparcamientos del señor alcalde van fundiéndose como orugas procesionarias con las galerías subterráneas del señor presidente de la Comunidad, éstas (o sus manifestaciones externas) con las zanjas del Gas Natural, que a su vez se ensamblan con las trincheras del Canal de Isabel 11, los automovilistas y peatones no saben dónde meterse, y uno se pregunta sin cesar: "Pour quoi, pour quoi?".Bueno, pues el otro día deambulaba yo por ahí, sufriendo como nunca el acoso de las maquinonas, cuando se me encendió la bombilla o, en fin, la presunta bombilla. Había penetrado en la avenida de Pablo Iglesias (¡desdichado precursor!) desde la calle de Francos Rodríguez, zona privilegiada por las obras del metro, línea 7, tramo Guzmán el Bueno-Virgen de la Paloma, plazo de ejecución 17 meses, coste 10,872.497.852 pesetas, "Por un Madrid mejor", etcétera, y bajaba encogido y enjaulado- por la acerita de la izquierda según se va, escuchando ominosos estertores de los ingenios mecánicos concentrados sobre la desolación telefónica que antaño fuera calzada, cuando hete aquí que de pronto se me acaba la acera y la tela metálica, y tengo que plantearme la posibilidad de cruzar a pecho descubierto el subsiguiente campo de batalla por el que ascendían y descendían cosas enormes y jadeantes con cara de mala uva. Así que me arrojé grácilmente sobre el albero y enseguida vinieron las fieras a por mí.

Hubo un momento en que me vi convertido en palimpsesto (una de las pocas ventajas que tenemos los escritores apisonados, que nos convertimos directamente en palimpsestos y no en pergaminos corrientes y molientes), pero el caso es que conseguí llegar vivito y coleando, aunque con la bomba fatal, eso sí, a la confluencia de Pablo Iglesias con Almirante Francisco Moreno, final, supongo que efímero, de la primera línea de fuego. Me desvié por esta segunda calle y penetré en el deleitoso parquecillo que en ella se encuentra.

Qué cambio, qué imagen idílica ofrecían aquellos dos niñitos con sus respectivas madres, los, cincuenta y tres jubilados con sus respectivas cachavas y los cinco patos de guardia.

Apoyado en la barandilla de madera que da a los patos, contemplando a éstos, que no me hacían ni puto caso, mirando enternecido de vez en vez a los dos niños y los cincuenta y tres ancianos, y archivando en mi mente sin apenas darme cuenta el dato dramático de su desproporción numérica, se hizo al fin la luz, o presunta luz, en los recovecos de mi ánima mortal: ¡claro, esas múltiples y frenéticas obras que arruinan nuestra vida ciudadana visan a los millones de madrileños (cuando se hagan un poco mayorcitos) que sin duda parirán las mujeres de la Comunidad como consecuencia de los planes de ésta para incrementar los nacimientos en la región!

Llevaba EL PAíS del día en la mano y volví a repasar lo que había leído un par de horas antes, a saber, la tragedia griega de que las mujeres españolas sólo paren 1,3 niños per cápita, una caca, que las de Madrid no llegan siquiera a esa cifra, lo del "crecimiento vegetativo", o sea, la diferencia entre muertos y nacidos, que en 1955 (¡y a saber en 1996!) sólo había sido de 10.710 a favor de los últimos, las declaraciones del señor Pedroche como "principal impulsor del plan", etcétera, relacioné todo esto con algo que dijo el otro día en la tele una señora del PP de cuyo nombre no consigo acordarme, en el sentido de que las mujeres casadas podían hacer lo que les diera la gana en la oficina a partir de ahora, y dije, digo, itate!

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