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Esos jóvenes en mangas de camisa

Un columnista de EL PAÍS ha elogiado recientemente al distinguido socialista Helmut Schmidt por una declaración en la que el ex canciller alemán sostuvo que los mercados son "un grupo de jóvenes, de menos de cuarenta años y en mangas de camisa, siempre con los oídos prestos a escuchar la última historia sobre lo que ocurrirá mañana en Washington". Esta idea de que el mercado son unos señores concretos y, por más señas, frívolos y despreciables es una muy generalizada distorsión.Debo aclarar que no hablo de esos jóvenes simplemente por lo que he leído o he visto en las reiteradas imágenes de los mismos con las que se ilustra lo que sucede en los mercados. Sé de lo que hablo: he sido uno de ellos. La vida, al menos la de este modesto profesor, da muchas vueltas. Cuando tenía, efectivamente, menos de cuarenta años, fui durante un tiempo broker del mercado de fletes de petróleo, y he estado muchas horas negociando nerviosamente en inglés desde varios teléfonos y con los ojos fijos en el verde e intermitente fluir de las pantallas de Reuters, tal como sucede en otros mercados sofísticados del mismo tipo. Por su puesto que andaba siempre en mangas de camisa. ¿De qué otra forma iba a andar si la tensión del trading room elevaba la temperatura y si me relacionaba con la gente básica mente por teléfono y nunca es taba cara a cara con las personas con las que trataba, que con frecuencia se hallaban a miles de kilómetros de distancia? Cuando venían de visita entonces sí me ponía, como cualquier hijo de vecino, la chaqueta.

Siempre tuve la fascinante sensación, aún más fascinante para un economista que para cualquier otro profesional, de estar en la primera línea de un mercado. Allí entendí, antes de estudiarlo, que el mercado es esencialmente información, es un proceso de búsqueda y transmisión de información, y que en eso estriba la creación de riqueza. Habla Helmut Schmidt despectivamente de saber lo que va a pasar mañana. Ojalá hubiera sabido yo lo que iba a suceder al día siguiente en el mercado del petróleo. La realidad, por supuesto, es que no lo sabe nadie, y los empresarios se arriesgan y apuestan siempre sobre inseguro, porque sus ingresos dependen de lo que va a ocurrir mañana, es decir, de lo desconocido.

Lo que sí es cierto es que el proceso económico fuerza a sus agentes a acumular la máxima información posible. Y aunque esa voracidad obliga necesariamente a absorber información que a posteriori se revela trivial o falsa, sólo se sobrevive en el mercado si en última instancia la información es relevante y acertada. Ningún mercado (de hecho, ni siquiera el de la prensa del corazón) se sostiene sistemáticamente sobre cotilleos equivocados. Si se me permite otro apunte autobiográfico, eso marcó mis inicios en el periodismo. Comprendí que tenía sobre el mercado del petróleo incomparablemente mucha más información, verdadera y falsa, que ningún periodista, español o extranjero. Y no la tenía por ostentar talento especial alguno: es que vivía de esa información. Y así fue como empecé a escribir, entonces en Abc, sobre petróleo y fletes.

Ahora bien, nunca jamás experimenté la sensación de ser y muchísimo menos de controlar el mercado. Sólo una primitiva fantasía socialista permite concluir que esos jóvenes tienen poder sobre el mercado. Bastaría con prenguntarles, o con leer los estudios sobre la verificación de las predicciones de los economistas y "expertos", para comprobar lo que el sentido común intuye sin dificultad: nadie sabe lo que va a pasar. Esa incertidumbre es el fundamento de la remuneración de ese factor de producción que los socialistas detestan y que es la fuente del progreso, el capital.

Esta visión del mercado personalizado en agentes identificables es un error: ninguna persona es el mercado. En las sociedades modernas, los mercados son redes complejas necesariamente impersonales, que fomentan y aprovechan la especialización, y consiguen así la cooperación eficiente de un número de personas que jamás habrían unido sus esfuerzos si ello hubiese requerido el conocimiento y la identificación individual de cada uno.

A los socialistas (de todos los partidos, que diría Hayek) les repugna la idea de algo no controlado, y por eso gustan de fantasear con teorías conspirativas sobre unos malos que mandan. Es la gran excusa para intervenir porque, después de todo, si los mercados están ma nejados por las multinacionales o por los especuladores, entonces será mejor que lo controlen "democráticamente" las benéficas autoridades.

Este atavismo que no concibe la existencia de órdenes autorreguladas es lo que está en la raíz de la vieja hostilidad hacia el comercio y la intermediación, que alcanza su máxima virulencia en el mercado más abstracto y misterioso de todos, el financiero, precisamente aquel en el que se afanan la mayoría de los jóvenes brokers que menosprecian Helmut Schmidt y los socialistas (por seguir con paréntesis hayekianos, esta confusión se halla magníficamente expuesta en el capítulo sexto de La fatal arrogancia).

La verdad es que esos jóvenes no controlan nada. Y que los mercados han podido rendir su fruto de progreso y bienestar precisamente porque y en tanto que no han estado manejados por nadie. Y cuando y en la medida en que se han intentado regularlos desde el poder político, el resultado ha sido la pobreza y el caos.

En fin, por no controlar, esos jóvenes en mangas de camisa no controlan ni su propio trabajo. La prueba definitiva de ello es justamente su juventud. La agotadora tensión de su labor hace que cuando dejan de ser jóvenes dejen de ser brokers. Lo sé muy bien.

Carlos Rodríguez Braun es catedrático de Historia del Pensamiento Económico en la Universidad Complutense.

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