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La quinta modernización

Antonio Elorza

La escena hubiera muy bien podido figurar en El último emperador, de Bertolucci. El 23 de junio de 1964, Mao Zedong celebra ante una conferencia del partido el éxito logrado en la reeducación de Pu Yi. Proclama la necesidad de darle un buen trato: a fin de cuentas, Pu Yi y su pariente el también emperador Kuang Siu eran sus predecesores directos. Algo que nunca dijo Lenin respecto de Nicolás II y Alejandro III. Es cierto que el lema de la revolución comunista había sido suprimir para siempre el pasado confuciano y construir lo nuevo, pero también cabía por este lado encontrar un enlace con lo anterior. Y no sólo porque la dominación comunista se apoyase sobre el patrón de sociabilidad implantado por Confucio, basado en la disciplina y en la jerarquía. Repetidamente, Mao comparó su figura con la del primer emperador, Qing Shi Huangti, fundador del imperio unificado y enérgico enemigo del confucionismo. Sólo que Mao se vanagloria de haber ido más allá en la acción de exterminio de sus seguidores.Fascinación respecto del Gran Fundador que, unida a la que sintió por Han Wuti, el emperador guerrero, nos informa tanto sobre el componente de violencia en la concepción del poder maoísta como acerca de una religación al pasado imperial que en principio no era de esperar en un comunista. De acuerdo con un escrito de 1938, la propia visión de la historia de la humanidad de Mao se encontraría empapada de la idea clásica de que la revolución comunista está al servicio de la obtención definitiva de una armonía imperecedera en un marco igualitario; en definitiva, de la gran paz (tai ping), el sueño de las revoluciones milenaristas chinas y del orden político confuciano.

Ahora bien, en Mao ese objetivo únicamente podría alcanzarse al cabo de luchas cada vez más violentas y de un esfuerzo sustentado en la conciencia revolucionaria, y en un igualitarismo impuesto desde arriba. Era el ejemplo del viejo Yukong, que desplazó las montañas inspirando los sucesivos desastres del Gran Salto Adelante y de la supuesta Revolución Cultural. Coste: entre 20 y 40 millones de muertos para la primera, tres a favor de las buenas cosechas para la segunda.

El fracaso del Gran Salto es lo que hace reflexionar a muchos dirigentes, con Liu Shaogi y Deng Xiaoping a la cabeza. El libro de Liu, presidente de la República Popular, Para ser un buen comunista, distribuido en 15 millones de ejemplares en 1962 y pronto blanco de las críticas de los maoístas, supone el punto de partida del viraje neoconfuciano que transitoriamente será ahogado por la Revolución Cultural. No se trata ya de ensayar fórmulas revolucionarias, sino de conseguir que el partido comunista se convierta en agente de una gestión eficaz de la economía china. Los clásicos del marxismo-leninismo son abundantemente citados, pero precedidos por Confucio y Mencio.

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El principio confuciano de la autoeducación se inserta ahora como supuesto de una visión del comunista asociada a la exigencia de una actuación eficaz y disciplinada al servicio de la sociedad. "Los revolucionarios proletarios de intenciones honestas y puras" (sic), concluye, "no debemos engañarnos a nosotros mismos ni engañar al pueblo, ni traicionar a nuestros antepasados". El proverbio archiconocido que, según destacan los guardias rojos que le juzgan, constituye el lema del enemigo público número dos, Deng Xiaoping, enlaza asimismo directamente con el principio de eficacia confuciano: "No importa que el gato sea blanco o negro, con tal de que cace ratones". Su solo nombre, según un sinólogo francés de la época, hacía rugir de rabia a los guardias rojos, quienes le acusaron de dirigir el país hacia el capitalismo y le sometieron a la vejación de confesar sus errores de rodillas con los brazos en cruz. Es el sentido de humillación del culpable, eco asimismo del antiguo régimen que preside el interrogatorio en el cual la mujer de Liu Shaogi es brutalmente tratada por el crimen de haberse vestido con elegancia durante un viaje oficial a Indonesia.

Liu muere destrozado, pero Deng sobrevive, seguramente protegido de lo peor por el propio Mao. A la muerte de éste, con más de setenta años a las espaldas, alcanza a poner en práctica un proyecto largamente madurado. Como explicara Max Weber, la burocracia de los mandarines, carente de especialización y anclada en el confucionismo, había sido determinante en el estancamiento chino. Por su parte, el partido comunista puso en marcha la reconstrucción nacional y un nuevo orden social cohesionado ideológicamente, pero sus aventuras milenaristas fracasaron, y era preciso utilizar aquellos recursos para lograr una modernización efectiva, sin alterar el modelo autoritario de las relaciones de poder. Deng nunca creyó en la democracia, e incluso acentuó, en la estela confuciana, aquellos aspectos represivos que, como la ejecución implacable de los delincuentes, pueden propiciar la sumisión de la sociedad al poder. Así, como antes los mandarines, los comunistas ocuparán los centros de decisión, aplicando unas directrices perfectamente definidas desde el vértice del partido. La imagen sacralizada de Mao puede y debe seguir ahí, como los antiguos dioses inútiles, refrendando el papel de mediador eficaz que corresponde al gobernante. Cualquier disidencia efectiva ha de ser aplastada. El mandato del cielo consiste ahora en un intenso crecimiento capitalista, pero controlado en su localización y en sus repercusiones sobre el poder por una burocracia férreamente dirigida, que ejerce su gestión autoritaria sin consideraciones hacia los individuos y las nacionalidades sometidas. El juego pendular de declaraciones pacifistas y de agresividad frente a cualquier oponente marca en las relaciones internacionales la continuidad con el lenguaje de la era maoísta. Por fin, tal y como les sucediera en el pasado a los campesinos chinos, ellos y los trabajadores en general serán exaltados como la clase a la cual se asigna mayor prestigio, pero siempre que acepten una obediencia ilimitada y, lo que es peor, una enorme desigualdad en la distribución de la renta.

El modelo chino deviene así competitivo, con un cambio

de símbolos que esconde a duras penas la consolidación de unas relaciones de autoridad tan duras como las del antiguo régimen, así en el poder de los funcionarios divinos, ahora ligados al Partido Comunista Chino, como en una aplicación inexorable de los castigos que viola sistemáticamente los derechos humanos. Por eso, Deng, el pequeño timonel, definió realmente su personalidad política en cuanto verdugo de Tiananmen en 1989. Sus sucesores, Jiang Zemin y Li Peng, actuaron entonces a sus órdenes como simples gatos amaestrados que supieron cazar los ratones de la disiden cia. En el presente, les favorecen la persistencia del crecimiento económico, la tolerancia interesada de Occidente y la docilidad tradicional de la sociedad china.Las cuatro modernizaciones que fueron el emblema de Deng siguen funcionando, desde la agricultura hasta la defensa nacional, y encuentran el respaldo de un nacionalismo expansivo. La quinta modernización, la política, sólo volverá a estar en el orden del día a favor de las luchas internas en el vértice, algo improbable tras la experiencia de 1986-1989, o porque surja un estallido de la protesta contra la desigualdad. Un inesperado fracaso en Hong Kong puede asimismo servir para que quiebre este sorprendente enlace entre dictadura política y desigualdad económica, consumado en nombre del comunismo. A fin de cuentas, para quien visite hoy una ciudad de Pekín que ve surgir cada día los "grandiosos" edificios propios del capitalismo de los cuatro dragones, crecer los atascos del tráfico y los automóviles de lujo y destruirse los últimos restos de su carácter de capital de los Ming, resulta evidente que no es la antigua colonia británica la que va a ser absorbida por la China ex maoísta. Es ésta la que ha asumido desde los años ochenta el proyecto de convertirse en un gigantesco Hong Kong.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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