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Rusia y el síndrome albanés

¿Conocerá Rusia en un futuro próximo una revuelta antigubernamental como la de Albania? Esta pregunta se la planteó el diario Izvestia incluso antes de que Borís Yeltsin, tras 246 días de ausencia, dirigiera el pasado día 6 un colérico mensaje a las dos cámaras M Parlamento y decidiera al día siguiente desafiar a la opinión pública nombrando al frente del Gobierno a Anatoli Chubáis, el hombre más odiado del país. La hipótesis planteada por Izvestia toma cuerpo porque en Rusia, como en Tirana, hay un presidente elegido de mala manera, poco considerado y que piensa que todo le está permitido, mostrando con ello que sólo una explosión popular puede hacerle entrar en razón.Es cierto que los rusos tienen más paciencia que los albaneses: no reaccionaron tras haber sido despojados de toda su economía a principios de 1992 ni tras haber sido estafados, dos años más tarde, por sociedades de tipo piramidal (MMM, Tchary, Tíbet), lanzadas con el acuerdo tácito de la nueva clase dirigente; pero da la impresión de que ya no están dispuestos a seguir esperando una mejora de sus vidas que se les promete con regularidad y que no llega jamás. Durante su visita a Francia, el general Lébed predijo una explosión social para este mes. La Confederación de Sindicatos ha convocado, por su parte, una huelga general nacional para el próximo día 27 de marzo, y esta vez no estará limitada a 24 horas. Es en este contexto en el que Borís Yeltsin ha tomado la palabra ante los diputados y senadores para leer el resumen de su mensaje anual, cuyo título es todo un programa: Poner orden en el poder para restablecer el orden en el país. El texto completo de su misiva todavía no ha sido publicado, pero bastan los extractos para darse cuenta de que el presidente está furioso contra su Gobierno, contra los jefes del Ejército, contra el fiscal general y, evidentemente, contra el Parlamento. Este último sentimiento no es nuevo en él, pero se ha visto especialmente exacerbado por las tentativas -infructuosas- de la Duma deliberarle de sus funciones por razones de salud y, además, porque, en cada una de las cuatro discusiones presupuestarias, los diputados votaron por una gran mayoría resoluciones en las que exigían el cese del regente, Anatoli Chubáis, jefe de la Administración presidencial. Dichas resoluciones, dirigidas al primer ministro, no tuvieron el más mínimo efecto, pues la Administración presidencial sólo depende del presidente, que es el único con poder de revocar a sus responsables. Es posible que Borís Yeltsin, atacado al mismo tiempo que el regente, se sienta solidario con él frente al "enemigo común", la Duma.

Sea cual sea la razón, el caso es que el presidente ha confiado la jefatura de hecho del Gobierno a Chubáis. Oficialmente, sólo es viceprimer ministro y, por tanto, no está obligado a ser investido, por la Duma. Sin embargo, él es quien seleccionará los ministros del próximo Gabinete; a este respecto, incluso ha tomado contacto con Grigori Yablinski, que ha rechazado su oferta. Víktor Chernomirdin, el jefe del Gobierno, aunque está fuera de juego, deja que le humillen -no es la primera vez- a la espera de que su ambicioso rival se estrelle. Ya le utilizaron como recurso en 1992, cuando Yeltsin tuvo que separarse del ultraliberal Gaidar a causa de la catástrofe de su política, y piensa que lo mismo pasará, y por la misma razón, tras el fracaso de Chubáis. Aparte de sus sentimientos personales por el nuevo regente de la economía, ¿qué pretende Yeltsin confiándole contra viento y marea un puesto tan comprometido? El pelirrojo Chubáís se vanagloria de haber llevado a cabo la mayor y más amplia privatización de la historia. Pero la opinión pública la considera sobre - todo la menos honrada, pues ha permitido a un restringido número de personas acumular fortunas fabulosas. Agradecidos, estos nuevos millonarios respondieron en las elecciones presidenciales del pasado año al llamamiento de su benefactor, Chubáís, que les pidió que contribuyeran con generosidad al fondo electoral de Borís Yeltsin. Desde entonces, los Berezovski, Gunsinski, Aven y demás no tienen reparos en explicar al Financial Times y otros periódicos extranjeros que son ellos los que ganaron las elecciones, que el presidente es su rehén y que sólo puede hacer su política. Es una simplificación, pero no está lejos de la verdad. El presidente, que considera que el país está de nuevo en peligro no por culpa de su adversario comunista, sino por el hundimiento de la economía, confía en que los detentores de capital vuelvan a responder al llamamiento de Chubáis: "Abrid vuestras cajas para salvar a nuestro presidente". Parece que el joven privatizador -sólo tiene 42 años- es el único al que escucha esa oligarquía semimafiosa rusa que no ha respondido ante las súplicas -ni ante las amenazas- de Chernomirdin y sus ministros. Es el único, pues, que puede llenar las arcas del Estado, gracias a lo cual se podría empezar, poco a poco, a pagar salarios, pensiones y becas.

Pero es sabido que los ricos no dan nada gratis. De ahí la promesa de reactivación de las reformas y de desmonopolizacíón de la economía. Lo que significa que se van a liberalizar los alquileres, que las pensiones van a disminuir y que varios colosos económicos -empezando por el Gazprom, la electricidad y los transportes- se dividirán, como ocurrió en 1992 con el petróleo, para competir entre sí, como quiere la doctrina del mercado. Pero también se recuerda que las diversas sociedades petroleras creadas en 1992 fueron vendidas a precio de saldo a Borís Berezovski y sus congéneres, y se puede estar seguro de que las nuevas empresas de gas y electricidad no se les escaparán a los mismos compradores, y también a bajo coste. Su protector, Chubáis, no es propietario de bancos o compañías petroleras, pero no se corta a la hora de revelar a la prensa que en 1996 ganó más de 1.700 millones de rubios, sabiendo, como sabe, que el salario medio varía entre un millón y un millón y medio de rubios y que una buena pensión de jubilación no supera los 300.000 rublos. Para evitar las sospechas de que en la Administración presidencial todo el mundo se llena los bolsillos, el regente ha precisado que el grueso de sus ganancias proviene de su trabajo en el sector privado, pero es fácil comprobar que en 1996 sólo pasó dos meses fuera del servicio público. ¿Quién puede dudar, pues, de que vive en un mundo aparte en el que se ganan miles de millones? Un proverbio popular de los tiempos de Stalin decía ya que "desde lo alto de la torre del Kremlin sólo se ve el cielo y nada de lo que ocurre en el suelo". Nunca ha sido más cierto.

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Las advertencias de que la paciencia de los rusos se está colmando no vienen sólo de gente de la oposición, como el general Lébed. Otro general, Igor Rodionov, ministro de Defensa, ha lanzado un desafío, no menos explícito, al hablar de la descomposición del Ejército y añadiendo que no acepta un sistema en el cual el Ejército estaría encargado de verter sangre mientras los ', nuevos rusos" se darían la gran vida "entre Moscú y las islas Canarias". Este discurso, según parece, le puede costar su cargo, a pesar de que resume fielmente el sentir de casi todos los militares. Lo que nos lleva al punto de partida: ¿es posible un escenario albanés en Rusia? El periodista de Izvestia ha interrogado a los responsables militares y a los del FSB (ex KGB) sobre la seguridad de los depósitos de armamento, sobre todo en el sur, donde las divisiones que se han retirado de Chechenia siguen viviendo en tiendas de campaña y en condiciones deplorables. Le han respondido al unísono que todo está bajo control por doquier. Ha publicado finalmente estas declaraciones añadiendo una frase: "En agosto de 1996, los mismos responsables me aseguraron que los chechenos no tenían ninguna posibilidad de recuperar Grozni y todo el mundo sabe lo que pasó". Al leerle es fácil comprender que el "contagio del síndrome albanés" es de gran actualidad en Rusia.

K. S. Karol es especialista francés en cuestiones del este de Europa.

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