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Paletos de otoño

Es el tiempo de la indecisión indumentaria; conviven los chaquetones y jerséis con las camisas remangadas, el pantalón vaquero y la falda vaporosa hasta los pies; la zapatiIIa deportiva y la bota recién engrasada; la media negra accesorio y la pantorrilla que aún retiene el tostado de la playa, de la piscina, de la azotea. Una panorámica de la Gran Vía anteayer o mañana plantea la duda climatológica del gallego en la escalera. Venimos del calor, vamos al frío.El madrileño ha perdido la costumbre de pasear, ni siquiera en domingo. Va hacia alguna parte, regresa con prisa de algún sitio. Con sol y sombra, los viejos y los novios toman acomodo en el aguaducho, el solitario ocupa un extremo del banco público, donde lo hay. Pasear lo hacen los forasteros, que duermen en una pensión de esa zona, se levantan tarde, desayunan café con churros y flanean con andar sosegado, apenas reclamados por los escaparates, reservado el tiempo de la postrer jornada a la peregrinación por los grandes almacenes. Nuestro isidro perenne no llega por las fiestas o la feria, que ya no hay. Son los que mejor paladean la ciudad y de ella sacan un jugo insospechado. Reconocen los cambios que nos pasan inadvertidos: la cafetería que echó el cierre, en bancarrota; el comercio de uniformes y hábitos, convertido en sex-shop; la corsetería, donde ahora tintinean las máquinas tragaperras; el viejo restaurante, convertido en salón de videojuegos. Transitan por parejas, convencionalmente trajeados; ella, maquillada sin suficiente iluminación, discreto vestido, medio tacón y carnes contenidas en la adivinada faja hasta medio muslo. Él, con terno oscuro, corbata de brillos en el nudo, sólidos zapatos y, en el peor de los casos, calcetines blancos.

Madrid encierra pocos secretos y maravillas para ellos, satisfechos con el grato cambio y el repaso a la lección sabida. Poco difiere la capital del reino de la cabecera provincial o el pueblo grande, que también tiene afueras, discotecas y polígonos industriales. La vertiente cultural quizá queda saciada con la visita al Museo de Cera; la mayor parte de los indígenas, ni eso. La suerte es coincidir con las actuaciones teatrales de Lina Morgan, Manolo Escobar, la Pantoja, la Jurado, grandes mitos de la tele, difíciles de admirar en carne y hueso. Incomprensible esta ausencia de espectáculos. para un público transitorio y ocioso.

La esposa le da un codazo cuando les cruzan tres mujeres altas, provocativas, desafiantes. Son negras o mulatas que caminan deprisa, el cabello escarolado en la peluquería afro, los pantalones claros, muy ceñidos en las caderas de rumba, las cinturas en flan. Son norteamericanas que no se sienten extrañas en parte alguna. Pocas faldas; algunas gitanas y viejas pueblerinas que cortan la ciudad por la calle de en medio.

Nuestra villa es mayor de edad y se nota en que apenas hay niños a la vista, ni siquiera como lazarillos o golfetes; quizá, los que quedaban, se fueron, encaramados en el tope del último tranvía. Las muchachas en flor discurren, siempre uniformadas, con una pequeña mochila a la espalda, trasunto de aquel libro nunca abierto, de la que no estudiaba y tampoco trabajaba.

El paisaje se completa con la breve manada de japoneses que hacen un alto para consultar el plano, antes de preguntarle al guardia de tráfico, que hace sonar, con desesperada estridencia, el pito, como la sirena que anuncia el bombardeo. La mendiga obesa, desparramada sobre la acera, el quiosco de la ONCE, la algarabía de trece añeras que acechan al famoso cantante a las puertas de la SER, el limpiabotas en espera de los clientes fijos, las paradas del autobús, las bocas del metro que, allá abajo, horada las entrañas ciudadanas en las cuatro direcciones.

Como góndolas del asfalto, las parejas de forasteros pasan revista despaciosa al cogollo de la ciudad. Son los únicos que miran hacia arriba, saben en qué fachada hay un reloj, un escudo, unas cariátides o un pretencioso bajorrelieve. Claro que este conocimiento propicia la torcedura del tobillo en los frecuentes baches que pespuntean los andenes. Por eso los madrileños tienen ese fingido caminar modesto, creo yo.

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