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De reojo

Dos gestos -entre tantos- caracterizan al madrileño, estrujando su singularidad, con todas las excepciones y exclusiones que ustedes quieran: volver la cabeza, al cruzarse con una mujer en la calle, y escupir en el suelo. Sé que lo primero es muy común y quizá el varón italiano, el romano, en especial y ante la misma coyuntura, ejecute idéntico movimiento rotatorio con más ahínco; y que el norteamericano, el neoyorquino en mayor medida, asiduidad y puntería dispare la saliva sobre las aceras. Ambas actitudes, por separado, se dan -según los últimos sondeos- en el 78,59% entre los vecinos de la capital. Vengo observando este fenómeno desde hace más de cincuenta años, no sólo de forma empírica, sino incorporando el autoanálisis, como dato añadido.Creo que se trata de una cuestión imaginativa, rebosante de humanidad, en el primero de los casos, que no encierra desdén, menosprecio o desvío hacia la pareja, en la ocasión de que el sujeto vaya acompañado. Profundas e inéditas investigaciones sobre el comportamiento urbano del hombre de Madrid lo califican de compulsión imperativa, que obliga al acomodo del foco de la retina hacia la o las féminas con las que va a confluir, sin que signifiquen obstáculo ni freno la esposa al costado, la amante, los padres o los familiares llegados de México, tomar parte en una manifestación reivindicativa o de un cortejo fúnebre, expresión de duelo, esta última, prácticamente desaparecida de nuestros hábitos.

Es -el primero- acto independiente de la voluntad, sin afectación significativa. Coexiste con cualquier estado de ánimo y de salud. Se han dado casos de huérfanos y viudos recientes, empleados concernidos por la regulación laboral, quinielistas defraudados y subsecretarios cesantes que, en la aridez de su desesperación, han derivado la mirada del problema acuciante para descansarla en la consoladora visión de unos blue-jeans convenientemente rellenos, o el taconeo armonioso de unas piernas ceñidas por medias, si son con costura, mejor que mejor. El fenómeno puede ir acompañado de otra vieja costumbre, también en franco desuso: el requiebro, el piropo, el chicolco, de penosa elaboración, que excluye la proximidad conyugal, por razones obvias.

Dediquen algunos minutos a la observación del prójimo deambulante. Aún sin referencias previas, se detecta un leve e imparable declive en el ejercicio del descrito acto reflejo, que alcanza mayor expresión ya avanzada la primavera y aún no consumado el otoño. Se trata de un fenómeno, casi geométrico, de aproximación, convergencia y alejamiento, de individuos, en edad madura, o francamente viejos que, sin apenas aflojar el tranco, han lanzado la mirada de abordaje, que les obliga a torcer las vértebras cervicales de forma irresistible, sobrepasada aquella persona del otro sexo (en general) hasta que la atención, de esta suerte tensada, se quiebra y el sujeto, solo o en compañía de otros, prosigue el paso. Forma parte de la condición humana entre muchos de nosotros. Cierto nonagenario iba más lejos, lamentándose de la fatal pérdida de memoria que empobrece a las altas edades: "A veces me encuentro siguiendo a una mujer bonita y no consigo recordar por qué lo hago".

La misma inocencia y ausencia de malicia franquea el ánimo indulgente de las personas acompañantes que, si son inteligentes y provistas de uno o dos adarmes de buen humor, encontrarán pintoresco y divertido el inofensivo tic, condescendencia compatible con un codazo en las costillas.

Tal actitud es perfectamente compartida con cualquier estado de ánimo, así anotado más arriba.

Deplorable, sin paliativos, el salivazo espontáneo, aunque se practique en algunos lugares repletos de millares de observadores, y parezca un deleite transmitirlo por televisión. El ejercicio del fútbol profesional estimula esas glándulas, también de forma incontenible, como es posible verificar en cualquier retransmisión, cualquier día de la semana, salvo el lunes. Vuelta al reojo, señoras y señoritas: ante el primer fenómeno, continúen como hasta la fecha, sin dare por enteradas. Por ese modo subliminal, de sumisión y pasmo, somos más dignos de misericordia que de censura.

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