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Un momento para la reflexión constitucional

Rafael Mateu de Ros

"Los corderos viven en sociedad tranquilos. Les creemos mansos de carácter porque no vemos la prodigiosa cantidad de animales que devoran, aunque es creíble que se los coman inocentemente y sin saberlo. La república de los corderos es la imagen fiel de la edad de oro" (Voltaire).España está atravesando una situación histórica en la que muchos de los principios que hasta ahora regían nuestra vida política y social están sometidos a profundo análisis y revisión. En el sombrío panorama que se cierne sobre el presente y el futuro de los españoles parece que existe, al menos, un motivo de confianza colectiva: empezamos a cobrar conciencia de la gravedad de la situación y de los grandes problemas que entre todos tenemos que resolver: terrorismo, integración en Europa, nacionalidades y autonomías, paro, pensiones públicas, reforma de la Administración pública, reforma del sistema educativo y sanitario, reforma tributaria, etcétera.

Es evidente que la perspectiva para afrontar estos grandes temas de España y las propuestas encaminadas a resolverlos dependen de la visión ideológica y del programa político de cada partido y, en consecuencia, de la acción de gobierno que, bajo una u otra fórmula, esperemos que pronto se proyecte sobre la vida nacional con la firmeza y la estabilidad que la situación demanda. Mas no es menos cierto que la naturaleza de esos problemas y la necesidad de adoptar frente a los mismos medidas radicales, y posiblemente impopulares, exigen un amplio consenso a la hora de identificarlos y de establecer prioridades entre los mismos, y una legitimidad política de ancha base social para que se comprendan y se acepten los cambios que deben ser introducidos en el marco sociopolítico dentro del que los españoles venimos conviviendo desde 1978. En ese gran debate nacional, situado necesariamente por encima de los intereses singulares de los partidos políticos y de los demás agentes sociales, ha de ocupar un lugar preferente la reforma de la Constitución. Quienes tienen las mayores responsabilidades en la dirección de la política española y quienes se han ocupado del futuro de nuestra nación desde una u otra perspectiva han expresado hasta ahora muy escasa conciencia crítica y sensibilidad hacia la modificación del texto fundamental de 1978. Por ello mismo, resulta indispensable abrir ese debate de altura y de consenso a través de los medios de comunicación y de los foros libres de opinión: porque los agentes políticos, por sí mismos, no van a ser proclives a aceptar un proyecto de reforma constitucional que pudiera afectar a privilegios sólidamente establecidos y a actitudes sectarias y personalismos en los que el afán de poder -de conquistarlo o de retenerlo-, unido a las servidumbres de la mediocridad, priman sobre cualquier consideración ideológica e incluso sobre el sentimiento básico de patriotismo que debería vincular a todos los españoles.

La Constitución de 1978, por su oportunidad histórica, por su dimensión ideológica y por su propio valor jurídico-político, es merecedora de la importancia y la significación máximas que para siempre tendrá en la historia de España y aun en el desarrollo del constitucionalismo intemacional contemporáneo. Sin embargo, las normas constitucionales, al igual que las leyes ordinarias, no pueden concebirse como estructuras pétreas e inamovibles destinadas a regir indefinidamente la vida social de un pueblo y sus instituciones. Frente a la errónea creencia según la cual la reforma de la Constitución constituye un expediente excepcional o una solución traumática a la que sólo resulta legítimo acudir ante una situación de crisis del Estado, debemos recordar que para las tesis constitucionalistas más solventes las constituciones son realidades jurídicas abiertas, "organismos vivos sometidos a la dinámica de la realidad y al panta rhei heraclitiano de todo lo viviente" (Karl Loewenstein).

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Desde 1978 han acontecido grandes cambios en nuestro país. No podemos seguir viviendo del aliento político de una transición que, aunque fue modélica en tantos aspectos, no puede ser considerada como génesis de un sistema político inmutable ni como mito sobre el cual ha de descansar para siempre la organización política de España. Ni siquiera los principios en los que se basa un régimen democrático son fundamentales e inamovibles, salvando el núcleo esencial y sagrado de los derechos humanos, cuya salvaguardia y respeto efectivo es, sin duda, compatible con arquitecturas constitucionales distintas entre sí, muchas de ellas conocidas y otras que, sin duda, serán alumbradas en el siglo XXI. Ante la idea de los teóricos formalistas, al estilo de Kelsen, para quienes la democracia es un método definitivo de organización del poder y la humanidad ha alcanzado ya un nivel de perfección político-institucional insuperable, que debe servir de ejemplo para todos los demás países del mundo en cualquier lugar y época, la realidad y la experiencia aconsejan afirmar, con mayor prudencia, que el Estado social y democrático de derecho organizado en monarquía o en república, parlamentaria o presidencialista, difícilmente va a representar el punto final de la historia de los regímenes políticos. El futuro encierra todavía incógnitas, sorpresas y, alternativas para una organización más imaginativa, más justa y más eficiente de la vida política.

Pero la cuestión que nos ocupa no, se reduce a un juicio técnico-jurídico sobre el valor actual de la Constitución de 1978. El modelo de convivencia política nacido de la transición ofrece síntomas evidentes de: agotamiento. Tras un periodo de vigencia, si no prolongado en número de años, sí intenso en aconteceres y cambios políticos, y ya a las puertas del fin de siglo, la Constitución Española tiene que ser sometida a un proceso de análisis, a un proyecto de acomodación y ajuste a la nueva realidad socioIpolítica, a una improrrogable reválida. Es, sobre todo, indispensable romper el abismo que separa al pueblo de la clase política, superar la distancia insondable que se ha creado entre los procesos reales del poder público y el pueblo organizado como cuerpo electoral, y el descrédito general al que la política se ha hecho acreedora en España por tantos episodios de corrupción y de incompetencia, y por el tradicional escepticismo de los españoles ante los asuntos públicos. Según una reciente encuesta del Círculo de Lectores patrocinada por la Unesco, el Gobierno y los partidos políticos se encuentran entre las instituciones peor calificadas por la amplia muestra de 50.000 socios encuestados. Una reforma constitucional ambiciosa permitiría recobrar el pulso a la política española, forzar a una clase política oligárquica y cerrada a someterse a un proceso de reflexión y autocrítica, restablecer la confianza en las personas y en las instituciones que nos gobiernan, superar el estado de desánimo que afecta a. nuestro pueblo y abordar las tareas nacionales inaplazables que nos acucian.

El catálogo de las propuestas objeto de ese proyecto de reforma constitucional podría ser el siguiente:

-Rediseñar el mapa autonómico de España, sin duda la construcción más artificial e improvisada de la Constitución. En contraste con el torpe uniformismo territorial al que los padres de la transición nos condujeron por ignorancia, oportunismo político y falta de sensibilidad hacia las naciones históricas de España, es necesario abrir un debate nacional sobre el modelo de Estado, fundado en la doble premisa de la aceptación de la realidad plurinacional de nuestro país y, por tanto, de la posible evolución hacia un modelo de federalismo político y fiscal, y de que el fenómeno nacionalista es privativo de determinadas comunidades autónomas.

-Modificar el sistema electoral vigente mediante la sustitución por un sistema mayoritario del actual régimen proporcional, que a pesar de sus correctivos (escrutinio de la media mayor, número reducido de escaños, número mínimo de escaños por distrito) distorsiona los resultados de las elecciones, sobre todo por el efecto perverso de la multiplicidad de los distritos electorales y de las listas cerradas y bloqueadas. El sufragio mayoritario favorece la gobernabilidad del país y la alternancia en el poder de los dos grandes partidos políticos, situando la contienda entre los mismos en el escenario de las elecciones generales al Parlamento y evitando que una fuerza política que ha cosechado tan sólo el 4,61 % del total de votos se convierta, por arte de las matemáticas electorales, en el partido bisagra de nuestro sistema político. Los partidos de implantación autonómica, representativos generalmente de ideologías nacionalistas, presentarían sus ofertas y sus programas en el ámbito electoral de su autonomía.

- Establecer límites temporales inexorables para el ejercicio de las más altas magistraturas del Estado, y en primer lugar para el cargo de presidente del Gobierno, de acuerdo con el principio de distribución y limitación del poder en el que se basa toda la arquitectura del Estado constitucional.

- Establecer mecanismos. efectivos -no retóricos- de democracia directa como existen en otros países democráticos, con especial atención a la institución del referéndum (baste recordar que ni siquiera la integración de España en la Unión Europea -Tratado de Maastricht- fue sometida a referéndum popular).

- Introducir una nueva regulación de los partidos políticos: la Constitución y la ley deben asegurar la democracia interna exigible en la organización y en el funcionamiento de los partidos, y la transparencia de sus fuentes de financiación, porque los partidos, en su inicio simples agrupaciones electorales, han acabado por influir de un modo decisivo y hasta por apoderarse de toda la dinámica del proceso del poder. Modificar igualmente la regulación de los grupos parlamentarios, otorgando al Congreso y al Senado mayores poderes de fiscalización del Gobierno y reformando a tal efecto los reglamentos de las Cámaras.

- Desarrollar los mecanismos sustantivos y procesales de garantía de los derechos fundamentales y libertades públicas de las personas (a los que todavía se aplica una ley preconstitucional), intensificando sus medidas de protección a través de un proceso sumario y efectivo, y favoreciendo el control judicial de las administraciones públicas en todos sus órdenes (algo que el Gobierno ha querido obstaculizar en todo momento, incluso promoviendo con ocasión del nuevo proyecto de ley de la jurisdicción contencioso-administrativa la resurrección de la doctrina reaccionaria de los actos políticos como coto inmune a la acción del poder judicial).- Reforzar las competencias del Tribunal Constitucional y restaurar el recurso previo de inconstitucionalidad de las leyes.

El gran debate constitucional español podría extenderse a otros puntos: la elección directa del presidente del Gobierno -ya postulada por algunos comentaristas políticos-, el desarrollo de los poderes arbítrales de la Corona, el autogobierno efectivo del Poder Judicial -que figuraba en el programa electoral de algún partido las relaciones entre Tribunal Constitucional y Tribunal Supremo, la reforma del Senado dirigida a transformarlo en auténtica Cámara de representación territorial, etcétera, pero, posiblemente, las cuestiones anteriormente enumeradas son las que requieren un diagnóstico y un tratamiento más urgentes.

Distinto es que exista voluntad política de acometer tan trascendental tarea. También aquí -como en relación con Europa, las autonomías, el paro o las pensiones- corremos el riesgo de que nuestros políticos enmascaren ante la opinión pública la gravedad de la enfermedad que padece nuestro sistema político. Y, sobre todo, el miedo a las sombras del Leviatán: el temor ante quienes -en la izquierda y en la derecha- conciben al Estado, a la Constitución y al derecho como formidables instrumentos de limitación y de intervención en la vida privada de las personas.

Rafael Mateu de Ros es doctor en Derecho.

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