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Tribuna:DEBATES
Tribuna
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El discreto encanto de la burguesía

Antonio Elorza

La calificación de España como "nación de naciones" no ha tenido buena prensa. La rechazan, por supuesto, políticos como Xabier Arzalluz, para quienes España es sólo la designación de un Estado que cobija a las auténticas naciones, como la vasca. También la desestiman intelectuales sensibles hacia la cuestión nacional, como mi amigo Raimon, que consideran tan absurda una nación de naciones como una canción de canciones. No me nos la encuentran inadecuada aquellos que ven las naciones como hechos objetivos, y que por lo tanto no contemplan la posibilidad de una situación intermedia entre el Estado-nación unitario y el Estado plurinacional. Sin embargo, quizás por ganas de complicar las cosas, esa situación existe, y reconocerlo es, a mi juicio, la única manera de escapar al la berinto que de otro modo se crea en nuestro país como consecuencia de la cuestión nacional. Porque una nación no es un sujeto cargado de esencias que camina por la historia, sino el resultado de un proceso de estructuración (y/o desestructuración) sustentado en la existencia de un marco económico y político común, real o imaginario este último, y en unos rasgos culturales propios.De este modo, un mismo espacio puede albergar más de un proceso de construcción nacional. Pudo así hablarse de una pluralidad de naciones en un marco político único (Rusia zarista) o dual (Imperio Austro-húngaro). Fue posible también que un proyecto nacional, como el alentado para los eslavos del sur desde Croacia, generase su propia frustración, quedándose en un Estado plurinacional bajo hegemonía serbia. Y tampoco cabe excluir la afirmación del Estado-nación, en torno a un sujeto dominante, caso francés, que sofoca los posibles desarrollos nacionales alternativos (bretones, corsos, vascos, catalanes). Precisamente la presencia de vascos y catalanes, tanto en el Estado francés como en el español, es muestra de que la suerte de la nación no se juega en una confrontación de esencias nacionales, sino en torno a los procesos de integración o disgregación de los que resulta el predominio de una nación o, en caso contrario, cualquiera de las formas plurales.

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Cuando hablamos de "nación de naciones" en España nos estamos refiriendo precisamente a ese encabalgamiento de varios procesos de construcción nacional en torno al dato central de los bloqueos que a lo largo del siglo XIX afectan a la consolidación del Estado-nación español. Los antecedentes políticos de éste coincidían, en calidad de first comer, con otras monarquías de agregación de Europa' occidental, tales como Francia o Inglaterra. Pero sobre esa orientación de signo unitario se acumulan a lo largo del siglo XIX los elementos negativos, con el telón de fondo del atraso y de la desagregación que marcan el tránsito del Antiguo Régimen a la España liberal. La tardía constitución de un débil mercado nacional y una industrialización focalizada, una centralización política que recoge los efectos negativos del atraso, un sistema educativo insuficiente que mantiene altas tasas de analfabetismo y evita la imposición del idioma nacional sobre los periféricos, son factores que dejan maltrecho el intento de reproducir el modelo francés. Además, por un azar histórico, y a excepción de Galicia, las regiones que experimentan un proceso de modernización económica coinciden con las que poseen rasgos culturales y antecedentes políticos propios.

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El resultado no es un Estado estrictamente plurinacional, porque España es mucho más que un aparato estatal bajo el que se encuentran las auténticas naciones, y cabe, en consecuencia, hablar de un nacionalismo español con la misma legitimidad que de un nacionalismo vasco, incluso aplicado el término a muchos ciudadanos de Euskadi. Pero tampoco es un Estado-nación unitario donde catalanes, gallegos y vascos hayan sido reducidos a la condición de lo que Engels denominaba Völkerruinen, ruinas de pueblos, destinadas a desaparecer a corto plazo de la escena europea. Los dos procesos, el de la frusrada construcción nacional española y el de la construcción nacional de los pueblos periféricos, se encuentran imbricados. "Nación de naciones" no es mala expresión para designar esa peculiar situación de formaciones nacionales coincidentes en torno a una principal que ha registrado estrangulamientos fundamentales para su desarrollo. Esto genera, indudablemente, tensiones e intransigencias, pero precisamente para resolver unas y otras está el sistema democrático. Francia, Italia o Inglaterra no tienen este problema, nosotros sí. Hay que asumirlo y buscar soluciones.

Paradójicamente, es el triunfo electoral del partido caracterizado hasta hoy por una menor sensibilidad hacia ese nacionalismo plural de España, el Partido Popular, lo que ha creado las condiciones para resolver esa procelosa cuadratura del círculo en torno a la nación. Es obvio que no ha sido una caída paulina lo que ha convertido a las furias españolistas en apóstoles de la convivencia plural. Pero la incompatibilidad en las ideas y en los símbolos, sobre la que algunos, entre los que me cuento, elaboraron un erróneo diagnóstico poselectoral, no contaba con el hecho fundamental, estrictamente ajustado al enfoque marxista. Por encima de la reivindicación simbólica de la nación se encontraban los intereses de clase. Los grandes poderes económicos del país, vascos y catalanes incluidos, no iban a desaprovechar la ocasión de un Gobierno que, justamente por la debilidad relativa del Partido Popular tras las elecciones, recogiese las aspiraciones de las burguesías periféricas con la patronal del centro en lógico proceso de convergencia. Ni senyeras, ni ikurriñas, ni afirmaciones quijotescas sobre la prioridad de los intereses de España. Los estrangulamientos del capitalismo español, el carácter focalizado de la industrialización, el desarrollo desigual en cuanto a las transformaciones capitalistas, estuvieron en el pasado de la mencionada tensión entre el Estado-nación central y los nacionalismos periféricos. Ahora, el discreto encanto de la burguesía no consiste en cerrar la entrada al banquete común, sino en todo lo contrario. Por corta que fuera la ventaja del PP, había que encontrar la fórmula para una articulación de los nacionalismos conservadores. En realidad, los supuestos económicos para semejante convergencia, al mismo tiempo nacional española y plural, estaban sentados desde la década de 1970. Pero entonces la dimensión político-cultural bloqueó un acercamiento que los recientes resultados electorales han hecho posible, con la inesperada debilidad en la victoria de los populares españoles.

Aunque la historia no ha hecho más que comenzar. Si los intereses económicos convergentes han llevado a hablar de alianza, es también en el terreno económico donde pueden encontrarse los obstáculos para que ésta cuaje o se mantenga. Ensalzar el catalán no cuesta, pero ya es más arduo, en pleno proceso de convergencia europeo, dar con las fórmulas que garanticen una política económica coherente desde el Estado y la asignación de ulteriores recursos y medios de actuación económica propios a las comunidades autónomas. Es un problema técnico, sobre el que inciden intereses difícilmente conciliables. El ejemplo yugoslavo está ahí para mostrar cómo la efectiva autogestión económica de las repúblicas, a partir de los años sesenta, resolvió sólo en apariencia las tensiones dentro del Estado. A medio plazo sirvió para fortalecer los impulsos de disgregación y el desarrollo desigual entre los componentes de la federación yugoslava. Lo que son excepciones soportables por sus dimensiones dentro de la economía global, el privilegio navarro y el régimen de conciertos vasco, constituirían un pésimo horizonte como solución de conjunto. No existen conciertos económicos solidarios. Ahí se juega, pues, la suerte de la posible coalición, y a través de ella el futuro, tendente a la federación o a la disgregación, según las fuerzas comprometidas alcancen o no a conciliar en el plano económico la integración y el autogobierno.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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