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El Estado como hotel y como Iglesia

Un (buen) hotel está al servicio de sus clientes, y trata de hacerles la vida lo más fácil y cómoda posible. El hotel toma nota de sus preferencias (lingüísticas, gastronómicas, deportivas o de cualquier otra índole) e intenta satisfacerlas lo mejor que pueda. Una Iglesia tiene su propia doctrina que predicar, sus propios valores culturales que imponer. Las eventuales preferencias discrepantes de los (siempre pecadores) feligreses han de someterse y adaptarse a las de la (siempre santa) Iglesia.En cuestiones culturales, los Estados están a medio camino entre los hoteles y las Iglesias. Cuanto más liberales y respetuosos son con los derechos y libertades de sus ciudadanos, tanto más se parecen a los hoteles. Cuanto más totalitarios, ideologizados o nacionalistas, más se parecen a las Iglesias.

Aquí entendemos por Estado el conjunto de las administraciones públicas que obligatoriamente se imponen a los ciudadanos por el mero hecho de habitar un determinado territorio. La mayoría de las asociaciones humanas (clubes deportivos, sociedades gastronómicas, cooperativas, empresas, partidos políticos, ONG) son asociaciones voluntarias. A nadie se le obliga a ingresar en ellas contra su voluntad. Sus miembros lo son porque libremente han decidido serlo. Por el contrario, los ayuntamientos, las administraciones regionales (cómo las comunidades autónomas. españolas, los länder alemanes, los Estados americanos o las provincias canadienses), los Estados soberanos y las estructuras políticas supranacionales como la Unión Europa son asociaciones obligatorias. Todos los residentes en un cierto territorio se ven automáticamente obligados a ser miembros de tales asociaciones, con independencia (y aun en contra) de su voluntad.

En un mundo idealmente libre no habría más asociaciones que las voluntarias. De todos modos, en el mundo real en que vivimos sería muy difícil resolver ciertos problemas (como la protección de la libertad de los unos frente a la posible violencia o coacción de los otros, o la limpieza y cuidado del entorno) sin la existencia de asociaciones políticas obligatorias de base territorial. Al menos cabe el intento de salvaguardar los mayores ámbitos posibles de libertad, frenando la tendencia de las asociaciones obligatorias y de los que las mangonean a decidir por nosotros todo tipo de cuestiones personales y culturales.

Ciertos ciudadanos valoran cosas (aficiones, lenguas, religiones) que otros no valoran. Todos los que comparten esos valores deberían poder unirse en una asociación voluntaria, una especie de Iglesia que los promoviese con aportaciones voluntarias de sus miembros. Tal Iglesia no tendría por qué tener un territorio propio. Las facilidades de comunicación de nuestra época posibilitan la formación de comunidades virtuales de alcance planetario. Como ha señalado Guéhenno, las nuevas redes de comunicación permiten a los grupos étnicos mantener su cohesión con independencia de base territorial alguna. Las asociaciones territoriales obligatorias deberían limitarse a cumplir bien los cometidos (en general, de tipo hotelero) que sólo ellas pueden llevar a cabo.

Un hotel no tiene religión ni doctrina. Las creencias, ideologías y valores de los clientes no son de la incumbencia de la dirección. Tampoco lo son sus prácticas religiosas o sexuales, mientras éstas no impliquen agresiones a otros clientes. El hotel respeta todas las ideas y no promueve ninguna.

Las Iglesias, a veces, tienen lengua propia. En las mezquitas turcas el Corán se lee en árabe, aunque nadie lo entienda, pues el árabe es la lengua del islam. Los hoteles nunca tienen lengua propia, sino que tratan de adaptarse a cualesquiera lenguas que hablen sus clientes, en la medida en que ello resulte económicamente viable. Si vienen muchos alemanes, les atenderán en alemán. Si sólo viene un armenio, le hablarán en una de las lenguas francas de la hostelería, pero si el número de clientes armenios se incrementa, el hotel contratará a personal armenioparlante para atenderlos. Las lenguas del hotel no responden a ninguna identidad ni esencia, sino que son el resultado cambiante de los hábitos y preferencias de sus clientes.

En un Estado de libertades, y respecto a cuestiones lingüísticas, el ciudadano sólo tiene derechos y el Estado sólo tiene obligaciones. Los derechos de los ciudadanos son incondicionales. Las obligaciones estatales están condicionadas y limitadas por la factibilidad económica. El Estado, como el hotel, sólo dispone de recursos limitados, con los que no puede atender en su lengua a todos los residentes, sino sólo a los que representen un porcentaje suficiente (por ejemplo, un cinco por ciento de la clientela o de la población).

En un hotel cada uno hace lo que quiere, mientras pague su habitación, no se meta con los demás clientes y no estropee el mobiliario ni el jardín. En un Estado de libertades cada uno hace lo que quiere, mientras pague sus impuestos, no agreda a los demás ciudadanos y respete la naturaleza y el medio ambiente. Cada hotel y cada Estado tendrá, además, ciertas regulaciones técnicas (sobre cómo circular o aparcar, por ejemplo). Nadie desea ser expoliado, por lo que los precios del hotel y los impuestos del Estado deberán mantenerse al nivel más bajo posible (compatible con sus funciones: los pasillos deben ser seguros, el césped estar bien cuidado).

Un Estado democrático totalitario es como una Iglesia o secta cuyos miembros sólo se reservan la facultad de elegir al líder o Papa, a favor del cual abdican sus derechos y libertades. Un Estado democrático liberal es como un hotel cuya dirección es elegida por los clientes, pero cuyas competencias son muy limitadas y en ningún caso interfieren con las libertades básicas de los clientes. En el Estado-hotel el ciudadano es rey, el cliente siempre tiene razón y los políticos son meros administradores y camareros a su servicio.

El ideal nacionalista del siglo XIX ha conducido a todo tipo de guerras, persecuciones, asimilaciones y limpiezas étnicas, y ha sido fuente de incontables seudoproblemas y esfuerzos baldíos. Además de ser un ideal intelectual y moralmente deleznable, cada vez es más obvio que resulta incompatible con los nuevos desarrollos económicos y tecnológicos. Ya es hora de empezar a pensar en otros modelos. El modelo de un mundo dividido territorialmente en Estados-hoteles sin pretensiones, y de una gran variedad de grupos-Iglesias culturales y étnicos voluntarios y sin base territorial, merece ser explorado. Ya sé que todo esto casi suena a chiste, pero al menos no es un chiste macabro como la alternativa que ahora tenemos.

Jesús Mosterín es catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Barcelona.

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