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Tribuna
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¡Más viajes!

Cuando la clase política se pone en campaña electoral suele ocurrir que, convencida de su poderío para modificar la normal marcha de las cosas, ofrezca maravillosas promesas de cambio. En una sociedad bien asentada, la mayoría de la gente no suele desear, sin embargo, grandes transformaciones, sino, ante todo, que las cosas no vayan a peor y, a ser posible, que se produzca un razonable avance dentro de una continuidad de fondo. Obsesionados, sin embargo, por marcar nuevos comienzos, los políticos nos suelen anunciar medidas de choque, cambios radicales, mejoras sustanciales. José María Aznar, que lleva tres años en campaña electoral, incurrió de hoz y coz en esa tentación y nos prometió a comienzos de la pasada primavera el oro y el moro: rebaja de impuestos, contención del déficit, ahorro de medio billón de pesetas sin esperar los presupuestos, supresión de 5.000 altos cargos, mili de seis meses, no más de dos legislaturas como presidente, cierre de La Moncloa... Con esas promesas pretendía situarse en la onda liberal y hasta evocaba el alto patrocinio de Karl Popper, aunque con una ligera diferencia: el liberalismo no teme decir en voz alta que su política de rebajar impuestos supone un recorte de la dimensión del Estado y, por tanto, una reforma profunda de las cargas que el Estado se ha echado a la espalda desde el fin de la Guerra Mundial.Ha bastado una entrevista con el canciller alemán y una visita al primer ministro británico para que aquellas precipitadas e irresponsables promesas se hayan quedado en agua de borrajas. Aznar vuelve de Londres con un mensaje sustancialmente distinto del pronunciado en la pasada primavera: silencio sobre medidas de choque; envío a las calendas griegas del propósito de rebaja inmediata de los impuestos; prioridad, desde luego, a la política de reducción del déficit, pero sin prisas, poco a poco. Y por lo que respecta a la dimensión y a los gastos del Estado, bueno, habrá que ver cómo evolucionan las cosas.

Para verlo mejor, sería muy fructífero que continuara su periplo de entrevistas con dirigentes europeos y echara una parrafada con Alain Juppé, que llevó en la cartera un programa aproximadamente como el suyo. Acercarse a París le permitiría comprender que el alcance universal de la gran protesta que ha paralizado a Francia no consiste, como les gusta decir a los intelectuales franceses, en la reafirmación de la république sobre la démocratie, en el despertar de los valores del pueblo revolucionario sobre la rutina de las urnas, sino, más modestamente, en lo que puede ocurrir en una sociedad opulenta cuando las políticas gubernamentales anuncian límites en la protección del Estado. La clase media francesa, tan de derechas, quiere conservar la dimensión del Estado surgido del gran pacto social y político de la posguerra frente a un gobierno de la derecha que creía poseer muy contundentes razones para limitar esa protección, percibida hoy como causa de bloqueos económicos y de quiebra futura.

¡Más madera!, gritaban los hermanos Marx para salir de apuros cuando se fueron al Oeste. ¡Más viajes!, habría que recomendar a José María Aznar hasta que culmine la larga marcha hacia su Oeste particular. Pero, del mismo modo que los Marx se quedaron sin tren al echar más madera en las calderas, Aznar se quedará sin rastros de su anterior programa al continuar viaje por Europa. Al final, cuando por fin gane el Centro de sus amores, acabará por asegurar, tan convencido, que los presupuestos de los años pasados eran razonables, los impuestos no son los más elevados de Europa, la mili tiene una duración adecuada a las necesidades de defensa de la Patria y el palacio de La Moncloa tampoco está tan mal para vivir: quizá, bien miradas las cosas, no habría por qué apresurarse en preparar las maletas para salir de allí al cabo de sólo dos legislaturas. ¡Pasan tan rápido ocho años y hay tanto que hacer para cambiar España!

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