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Libros de oro

Durante los últimos años de la Monarquía, los efímeros de la República y los lustros, que no años, de la posguerra, el buen pueblo de Madrid veneraba a los intelectuales. El entierro de don Benito Pérez Galdós constituyó una impresionante manifestación de duelo, las charlas de don Federico García-Sanchiz llenaban a reventar los auditorios, y así sucesivamente. Hoy día, los intelectuales no molan nada. Les han reemplazado los futbolistas y otros famosos más o menos de pacotilla, munidos muchas, veces tan sólo del efímero lustre que proporciona la tele. Seguro estoy de que todos ellos saben leer y escribir, y puede que incluso las cuatro reglas, pero no lo estoy menos de que este cambio de ídolos en la mitomanía popular ha contribuido a la práctica desaparición de aquellos libros de oro que con tanto mimo atesoraron los restaurantes de antaño. ¿Es que los de hogaño no se atreven a pedir una dedicatoria a estos triunfadores por si tienen faltas de ortografía, por si no saben qué poner?Pero no seamos mal pensados. Puede que el fenómenos se deba a las prisas de hoy, la ausencia de largas sobremesas, la cara de guardias de los ejecutivos cansados o la barrera de guardias de verdad en torno del adusto político. ¡Cualquiera se atreve a pedirle un autografito al prócer!

Sea como fuere, la desaparación de estos irrepetibles documentos, auténticos retazos de nuestra, historia, resulta penosa. Cuánta evocación, cuánta nostalgia, cuánto bienestar, cuánto odio encierran aquellas páginas. ¡Y cuánto aprendemos, a las veces, de tales dedicatorias! Una misma firma, separada por veinte años de distancia, puede ilustrarnos mas que una apretada biografía, y no digamos autobiografía, sobre los abismo del alma humana. Y las cúspides, si las hubiere. Al respetado don José María Pemán, por ejemplo, le percibimos las gentes de mi generación como un poeta anciano y más bien meapilas, defensor a ultranza del nacionalcatolicismo, exorcista de rojos y similares. En tiempos más juveniles y lúdicos, sin embargo, el bermellón no le importunaba nada, al menos en ciertos contextos, de modo que dejó es tampada en el libro del Mesón del Segoviano, hoy Casa Lucio, esta perla imperecedera: "Entre el rojo del carmín y la grasa del cochino / fraguamos el plan ladino de joder en el jardín". Era el 15 de julio de 1935, y sin duda estaba bien acompañado. Mucho más modosa fue la inscripción en el libro de La Barraca, ya en plena posguerra: "Hoy que vuelvo aquí a almorzar / soy feliz; libre la muerte, / vi a España resucitar. / Ya sólo falta que acierte / el marqués de Quintanar". Me hace la impresión de que ya no estaba tan bien acompañado.

Doña Concha Piquer tuvo una evolución mucho más ponderada: "Para María, con todo cariño y como recuerdo de Conchita Piquer", en el desaparecido Aroca (11 de julio, de 1947). "Tengo miedo a engordar, Concha Piquer", Casa Lucio (25 de febrero de 1982).

Preguerra. Las inscripciones de los libros de oro, hasta el 18 de julio de 1936, fueron caldeándose. Mesón del Segoviano:, "¡Viva España, viva don Juan III!" (enero de dicho año), y, en la página de enfrente: ¡Viva la República!", amén de la imputación de "aristócratas sifilíticos" a los anteriores firmantes. La penúltima anotación, ya en julio, participaba de las exaltaciones imperiales que habrían de venir, por lo que resultan casi futuristas: "Una patria, España; un partido, Falange; unos ojos, Maruja". A continuación, páginas y páginas en blanco, páginas mudas por el inmenso patetismo de la contienda civil.

Posguerra. Dedicatorias triunfales, algunas tibias llamadas a la reconciliación. Así, Joaquín Álvarez Quintero, en larga y barroca inscripción a 14 de mayo de 1939. Dice que una buena comida impulsa a abrazar hasta a los propios enemigos (que no debían de estar por allí), evoca las manos que f irmaron anta ño el libro -"¡quién volviera a estrechar algunas!", pide respeto "para todas las firmas y para el álbum de La Barraca", añadiendo: "Si algún nombre nos hiere, recordemos que también se vence perdonando. Venga una copa y ¡viva España!". No se olvida de consignar que es el Año de la Victoria.

Víctor de la Serna alaba la sonrisa matriarcal (sic) de doña María, dueña y cocinera de Aroca, así como sus limpias virtudes de mujer madrileña que sabe buscar para nuestras fatigas, los tesoros de la cocina española. Ha dado usted de comer a muchos héroes, discípulos de nuestro llorado García Morato..."

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