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Humboldt

Humboldt fue un romántico explorador de la lengua que necesitó alguna excusa para salir de casa. La excusa fue una hipótesis, muy propia del caldo de la época, según la cual a cada lengua le corresponde una forma propia e intransferible de pensamiento. Humboldt vio en el fondo de cada lengua una forma íntima: y vio en esa forma el espíritu del pueblo, perenne e inmarcesible. La otra tarde, durante la presentación del nuevo diccionario normativo de la lengua catalana -han hecho falta 63 años a secas y quince de autonomía para tenerlo: peculiaridades de los países culturalmente normales, que dice el consejero Guitart-, el presidente Pujol citó a Humboldt: "Cataluña necesita conservar su lengua para seguir configurando un pensamiento propio". Y luego, apenas sutilmente, pero con cantada coherencia, insinuó que la contaminación lingüística, "las fuertes influencias foráneas", pueden repercutir negativamente en el terreno de las ideas.Toda esa zarandaja esencialista -tan emparentada con el esencialismo telúrico, aquí descrito, y tan espléndidamente, el otro día por Savater- no tendría mayor importancia si no se hubiera producido en la seria ocasión, en la grave ocasión de la presentación de un diccionario. Es decir, en medio de un acto científico. Pero sobre todo no tendría importancia si no fuera Humboldt -y su estela tiránica, analfabeta- el que impregna, por ejemplo, al señor González Lizondo, presidente de Unión Valenciana, cuando declara que "el Canal 9 ha de hablar la lengua de los pueblos".

Si el espíritu catalán, si el pensamiento catalán, no puede admitir contaminaciones, tampoco el de los pueblos de l'Horta. Hay que llevar el pensamiento al huerto: al menos, yo así lo entiendo.

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