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Buscando al rey de los gitanos

Paradójicamente, existen carencias fisiológicas que generan beneficios al sujeto que las padece. El daltonismo, por ejemplo, un sutil defecto de la visión que en realidad permite a sus portadores contemplar los. tonos del mundo de manera mucho más umbría y singular. Y no es por nada, lector silencioso, pero ocurre que yo soy uno de estos seres escogidos. A menudo, los Daltonianos (no daltónicos) oímos hablar de colores misteriosos y escalofriantes: que si el "gris apizarrado", que si el "azul opalino", que si el "rojo ígneo", que si el "marrón carmelita", en fin, y nos preguntamos entonces. si el personal adyacente no estará cachondeándose, simplemente de nosotros. Así, todo, pese a nuestra aparente fragilidad, no somos víctimas fáciles. Quia. De hecho, a servidor no le engaña nadie con el color del cielo. Sin ir más lejos, me consta que cuando estamos en junio, y siempre que no haya nubes, es azul. Azul claro, para más señas. El orbe entero coincide conmigo. Nadie me lo discute. Nadie me sale con matices rebuscados. Azul claro, pues, y se diría en consecuencia que la armonía reina entre los observadores. Pero se trata sin más de un espejismo, y los problemas surgen cuando ese mismo color, el azul, por decreto ley, empieza a ser llamado de otro modo. Eso sucede por ejemplo con la tercera luz de los semáforos, a la qué llaman verde (a la que incluso yo mismo llamo verde debido a un confuso e intrincado mecanismo de asimilación forzosa), y que, sin embargo, es tan azul como el cielo antes citado. Azul, sí; no verde, y moriré con esa creencia en la boca. Naturalmente, los demás dicen que no; que es verde. Y son tantos, e insisten con tal vehemencia, que sólo me queda callar y aparentar que acato sus reglas. Para ellos la perra gorda.De hecho, mi intención sólo era ligar esta metáfora, con una forma de vida, la de los gitanos, que de siempre me ha parecido tan atrevida como fascinante. En Madrid debe haber muchos, 40 o 50.000 (lo digo a ojo), y su existencia en nada se parece a la de la mayoría de los payos.

Duermen en los arrabales de la ciudad, despiertan, entran en Madrid, se mueven en sus calles, y desaparecen luego sin estridencias, como si supieran que no conviene importunar. Bastante lógico, dado que se hallan en territorio enemigo. Parece como si vivieran a mayor velocidad, más sueltos, con más sentido, aunque pagando por ello un precio que, dada la marcha del mundo, no ha de resultarles sencillo soportar.

Ellos no hacen seguros de vida, ni trabajan en las delegaciones de Hacienda, ni son embalsamadores, o maestros, o peritos, o enfermeras, o funcionarios de correos; ni siquiera reparten propaganda. No participan, en fin, en el papeleo social, pero a menudo parecen los únicos seres con sangre en las venas. Esta gente callejea, nos observa, vende fruta, recoge chatarra, hace un uso temporal de la sonrisa, y se ausenta de nuestras vidas más o menos al atardecer, como los personajes alados. Una característica especial, además, significa a las mujeres de esta raza errante: tutean a los municipales. Como suena. Muchas veces, a la carrera, y después de haber sido instadas a desalojar su puesto, ambulante, puede oírseles imprecar y, regañar sin tapujos a la autoridad, mostrando gran talante guerrillero a la hora de defender sus intereses. Chicas listas, sin duda, bien plantadas, que me gustan.

Un problema punzante, sin embargo, planea sobre esta comunidad: los niños gitanos, en un porcentaje altísimo, no están escolarizados. Y no es dificil comprender que sus padres se nieguen a matricular los en un colegio al uso. Intuyen, y con mucha razón, que en estos recintos del saber la gente no gusta del color aceitunado (daltonismo de la mente), y desconfían, con más razón todavía, de quienes dan la situación por buena (ceguera total). Y es que la estupidez, se tome por donde se tome, es una dama muy popular. Con halitosis. Sucia. Bien dura de pelar. Rodeada siempre de admiradores.

No estaría de más, por tanto, que los gitanos reaccionaran. Que pusieran los brazos en jarras y se dijeran a sí mismos que existe otra salida: por ejemplo, abandonar el cemento volver al campo y reivindicar de nuevo el carromato. La suya fue siempre una cultura de fogata, y en algún sitio han de contar con un rey que les agrupe y sepa cómo recuperar el esplendor del pasado. Porque la ciudad de los payos, en verdad, no es digna de ser conquistada. Apesta, vamos. Y es una pena para nosotros, los rostros pálidos: ellos, aunque sólo sea por su forma de mirar, podrían ser grandes ingenieros navales. Me da a mí ese aleteo.

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