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Tribuna
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Don José Luis

Juan Cruz

Cuando no hablan, el silencio de los intelectuales se convierte en el silencio de los corderos, gente domesticada que vive del poder o de sus cercanías, en los parques de la Moncloa. Cuando opinan y su reflexión coincide con el griterío reinante, reciben vítores, pues se estima que diciendo lo que todo, el mundo afirma han cumplido con su misión histórica y con lo que el país manda de su conciencia. Si, por el contrario, cumplen la misma misión pero opinando en sentido contrario a lo que ahora se llama "el sentir general", el hacha nacional se dispone contra el díscolo. Lo persiguen, lo vituperan y lo ridiculizan. La libertad tiene ahora los límites que señalan los pensadores de la norma, agrupados todos en torno a la mesa común del griterío. Quien se vaya de esas fronteras, para avivar el debate o para estar en desacuerdo, o incluso para hacer historia, debe prepararse para recibir el golpe. Ahora le ha tocado, entre todos los que podían atreverse a transgredir la norma, a José Luis López Aranguren; le pidieron que opinara sobre los GAL y él hizo historia, como mucha gente hace, para deplorar que existieran esos mafiosos del crimen nacional, aunque indicó que entonces, hace más de una década, otros creyeron que acaso aquél era un modo de decir adiós a todo aquello. ¡Dios, la que se armó! Le han dicho de todo, y lo más benévolo que ha sufrido han sido referencias condolidas a su edad, y otras mucho más malévolas a un pasado que tantos de los que ahora le denuncian compartieron más tiempo que él mismo. No consta que Aranguren se haya callado jamás. El sentido que se tiene ahora de la libertad de opinión seguro que le ha dejado confuso, y se habrá dicho, en su retiro espiritual tan libertario, que quizá conviene seguir haciéndole caso a Quevedo y hablar aunque con el dedo los que gritan le amenacen miedo.

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