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En medio de todo

Andrés Trapiello

Cada día que pasa son más los intelectuales, artistas y escritores españoles que manifiestan públicamente su desencanto de la era felipina o su desafección al felipismo, saltando en marcha del tren por babor o por estribor, por la derecha o por la izquierda, aunque, según todos los indicios, a juzgar incluso por los editoriales de este periódico, el tren lleva parado meses en una vía muerta.Muchos escritores, muchos intelectuales, actores, artistas pintores y de los otros sostienen ahora no deber nada a los diferentes Gobiernos de este socialismo último que tiene, al parecer, los días contados.

Es muy difícil que alguien al que le ha costado hacerse un huequecito aquí o allá reconozca que le debe nada a alguien. No ya por ingratitud u olvido, sino porque en verdad las cosas nos cuestan a todos mucho y, del esfuerzo, la cabeza se nos voltea un poco.

No queremos asumir nuestra deuda con éste o con aquél en concreto, pero, en cambio, nos apresuramos a declarar que le debemos mucho, incluso todo, a esa abstracción que llamamos público. Tendemos incluso a confundir público con lectores, y sostenemos que en realidad se lo debemos todo a los lectores y lectoras, a los espectadores, al respetable, en fin. Se ve en eso una fantasía sin límites, un candor ecuménico,

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Nos batiríamos con quien sostuviera que algo de cuanto somos se lo debemos a tal Ministerio de Cultura, a tal político, periódico, crítico o editor. En cambio, creemos de veras que es nuestro público el que ha conseguido que el Ministerio de Cultura, los periódicos, los críticos y los editores nos hagan un poco de caso y nos arrimen ese consuelo y mimo del que tan necesitadas estamos las criaturas, y no al revés, que son los ministerios, los periódicos y e dinero estatal los que han creado al público, o a buena parte de él al menos, público que, dicho sea de paso, poco o nada tiene que ver con los lectores y lectoras, con los espectadores, con aquellos que de manera limpia y desprejuiciadamente disfrutan de la cultura.

También hay otros casos, es cierto, pero entran más bien en el terreno de la patología: el de aquellos intelectuales, artistas y escritores, por ejemplo, convencidos de que en realidad son los ministerios, los políticos, editores, incluso los lectores, los que tienen cuentas pendientes con ellos, o el caso de aquellos otros que, fustigando por un lado a los poderes públicos e incluso a los lectores, se muestran luego incapaces de renunciar a las prebendas, con que esos mismos poderes públicos o lectores les alfombran el piso por los servicios prestados en esa curiosa relación sadomasoquista.

Uno cree con la mayor modestia (¡para algunos nunca será mucha!) que jamás han estado los escritores e intelectuales españoles mejor considerados, pagados, viajados, televisados y alimentados que durante estos años. La reconversión industrial y laboral ha producido miles de parados; en cambio, la reconversión cuItural ha multiplicado la tropa de escritores, artistas, actores, pintores, intelectuales y profesores de títeres a cargo de los presupuestos municipales, estatales, autonómicos. Algo así, para júbilo y contento de hombres, mujeres y militares, que decía un carlista, no se había conocido antes.

Nunca hemos vendido tantos libros como ahora, jamás nos habían encargado tantas conferencias ni pregones de fiestas, jamás nos habían comprado tantos cuadros ni jamás habían subvencionado tanto nuestras obras, nuestras películas, nuestras piezas de teatro y nuestros conciertos, ni nunca nos habían premiado tanto con dineros públicos, con dineros públicos que a veces parecían sólo dineros socialistas o populares o convergentes o xunteros. Sí, señor, como gritaba Mark Twain: ¡Nunca fuimos tan ricos ni famosos'

Por eso no debe verse en los escritores e intelectuales que ahora se apresuran a saltar del tren o del barco un oportunismo deleznable, ni la ignominia de una infamia, o al revés, la infamia de una ignominia, sino sus más que encomiables deseos de poner en claro lo que son, lo que deben y lo que sin duda les deben a ellos la sociedad española y los Gobiernos que ésta ha tenido. Sólo por esa razón habría que hacer lo siguiente. Éste es mi plan.

De la misma manera que existen unas cuentas con las inversiones del Estado en diferentes campos, incluso cuentas al céntimo, deberían darse a conocer las listas en las que se hiciese constar el dinero que las administraciones públicas se han gastado en estos últimos años (pongamos diez, por ejemplo) con todos y cada uno de nuestros escritores, periodistas, actores, músicos, profesores, intelectuales; el dinero con el que se nos ha subvencionado a cada editorial, a cada periódico, a cada actor o productor; las veces que nos han paseado por el mundo, los hoteles en los que nos han tenido alojados, las comidas a las que nos han convidado, las universidades y cursos de verano que se han montado para que pudiésemos estar con, nuestro amado público, que tanto nos quiere y al que tanto queremos y debemos.

Y se dice esto aquí porque cada vez son más los escritores e intelectuales que niegan haber percibido del Estado socialista un solo céntimo, lo cual nos llevaría a la preocupante hipótesis de que esos fondos para la cultura se los hubiera quedado también Roldán.

Hay un pasaje en los Evangelios, si mal no recuerdo, en el que se ve al Cristo inclinado sobre el suelo, escribiendo con el dedo, mientras publicanos y fariseos acusan de ramerismo a una pobre mujer. El final de la escena es conocido: en cuanto ven sus propios pecados sobre el polvo (o, si se prefiere, sus propios polvos), los dejan a solas, a él y a la ramera; todos se van antes incluso de que termine de escribir sobre la tierra. Salvo que los socialistas del Gobierno son cualquier cosa menos una pobre mujer, la parábola tiene aún cierta vigencia.

Es posible que alguien pudiera calificar el pasaje evangélico de revanchismo o caza de brujas, porque en parte nuestro oficio es darle la vuelta a las cosas, pero eso sería absurdo. Los escritores, creadores e intelectuales no le tienen miedo a nada, y menos a la verdad. Eso al menos es lo que solemos decir en las amenas mesas redondas a las que nos invitan, en esas conferencias que nos llevan a dar a Nueva York y a La Habana. Al contrario, la verdad nos hace fuertes, y no sería descaminado creer incluso que algunos colegas variarían su mala opinión de los Gobiernos socialistas si el último de éstos, antes de irse a la calle, hiciese públicos esos instructivos arqueos en los que constase lo que cada cual ha percibido de las arcas del Estado. Hasta el último penique. Es decir, volviendo a nuestro amado Huckleberry: "¡Que me aspen si no sería ése un buen golpe!". Nada de caza de brujas, sólo unas risas y después, como decía Paco Vighi, "a morirse, y a otra cosa".

Si en política es moralmente exigible que paguen justos por pecadores, corruptos por honorables y decentes, incluso por incorruptos y de córpore insepulto, entre escritores, intelectuales, artistas y demás población bohemia es tradición que las rondas vayan a escote, pues incluso entre los bohemios estas dos cosas están mal: irse sin pagar y pegar a las mujeres.

Son complejas las relaciones de los escritores y artistas con el poder.

Quien se expone durante mucho tiempo a los rayos del sol termina causándose quemaduras. Quien está durante mucho tiempo en el poder y junto a los poderosos termina contagiándose de sus mismos vicios y corruptelas. Esto es, ha sido y será así toda la vida. Es verdad que por naturaleza el político tiende a la hipocresía y el intelectual orgánico al cinismo, que es una hipocresía simpática e ingeniosa, pero eso no justifica nada.

Ha mantenido uno en público, y en estas mismas páginas, la duda razonable sobre la necesidad de un Ministerio de Cultura como el actual y, desde luego, el convencimiento de la inmoralidad qué supone premiar con el dinero de todos a unos pocos, mandar de viaje de promoción a unos pocos con el dinero de todos, financiar proyectos de los menos con los dineros de los más.

Es obvio que deben establecerse cauces para el fomento de la cultura, nuevos y distintos a los ya existentes, pero nunca sobre las bases de la desigualdad, sino de la igualdad.

Puede sonar a música celestial, pero la verdadera cultura se hace siempre por debajo, nunca por encima. El pueblo, del que no está de moda hablar, nunca ha tenido ni nombre ni apellidos, ni está en lista ninguna, como demostró aquella admirable aventura de las Misiones Pedagógicas de la República. El pueblo jamás ha sido público, nos decía Gaya a partir de Nietzsche, y ese lector, ese espectador insobornable, jamás ha sido público.

Y, si no hay dinero público para premiar a todos, naturalmente no habrá que premiar a nadie; si no pueden viajar todos, los escritores deberán quedarse en casa escribiendo, antes de que se les olvide el oficio en los aeropuertos; si los autores no pueden estrenar algunas obras ni podemos publicar algunos libros, habrá que aguantarse. No pasa nada, y cuando me convenzan de, que desde el punto de vista cultural es más importante invertir mil millones de pesetas en una película que en un libro de versos o en un ensayo de patafísica, cambiaré de opinión.

Parece, pues, que algunos escritores, artistas e intelectuales, después de estar en territorio del Estado, quieren replegarse, a babor y a estribor, supongo que con la esperanza de no salir justamente de ese ventajoso territorio. Algunos, mientras tanto, han tenido suerte y han llegado a manos del público. Y, sin embargo, hay un lugar, entre el Estado y el público, más natural para un escritor, para un creador, para el intelectual. Ese lugar al que todos ellos llegaron con orgullo en el XIX tras siglos de vasallaje al poder y a la Iglesia un lugar que está en medio de todo y de todos. Con ellos, pero no a su servicio.

Es presumible que quienes lleguen al poder en los próximos meses quieran cambiar las relaciones con la cultura y sus intelectuales, pero eso va a ser cosa difícil. Paradójicamente, el público, que tendemos a confundir con el pueblo, prefiere que les eche el pregón una celebridad a que le compren con el mismo dinero unos cuantos libros. Ésa es la razón por la que los Gobiernos (de derecha o de izquierda) recurren a luminarias, a famosos, a vedettes, a académicos, incluso a sabios (de derechas o de izquierdas) de los que cobran como mínimo a millón por gala. Lo han hecho ayer y lo harán mañana. Y, sin embargo, no deberíamos, olvidar que, en medio de todo, cuanto menos se ocupen los políticos y el público de sus escritores y creadores, más fuertes les harán, más dignos, críticos e independientes. La cuestión es saber si puede alguien con tendencia a la hipocresía prescindir de alguien, elocuente e ingenioso, con tendencia al cinismo. Y al revés.

Andrés Trapiello es escritor.

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