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El sexo de Madrid

¿Recuerdan cuando éramos niños y jugábamos a imaginar los colores de los números, de los días y de los nombres de pila? El miércoles era caoba y el viernes, verde; Margarita era amarillo y Ana, granate. El dos creo que era blanco y el siete, gris oscuro. Al menos yo los imaginaba así. ¿Y se acuerdan cuando poníamos sexo a los objetos o a las cosas? Yo quiero proponerles hoy un juego: buscar el sexo de Madrid'.Como saben, el sexo es un enigma. Existe, pero resulta difícil definirlo. Sobre todo en tiempos de cambio, en los que lo natural y lo convencional se confunde. La mera consideración de que el sexo tiene componentes naturales levanta hoy indignación. La generación que determina cuáles son los valores dominantes en Madrid define el sexo como una diferenciación convenida, sin apenas anclaje natural. Sea. Pero si se acepta que el sexo sólo implica una distinción convencional, las preguntas que su consideración suscita no hallarán nunca una respuesta plena. El enigma queda en suspenso. Surge un déficit. Una oquedad.

Definir el sexo de Madrid desemboca, también, en un enigma aparente. El sonido evoca matriz. El sentido, también': su cosmopolitismo invita a considerar que Madrid es receptivo, una suerte de matraz que todo lo asimilara, seres, etnias, culturas, edades. Hay algo de uterino en esta asimilación perenne que la ciudad ofrece.

Por contra, creo que hay pocos elementos permiten concebir Madrid en clave masculina. ¿Es pues hembra Madrid? Conforme discurren los tiempos y los valores mudan, resultaría difícil asegurar lo contrario. Aunque podría ser veraz el que Madrid fuera masculino, la presión del ambiente quebraría su verosimilitud. Es necesario sin embargo dudar de que Madrid sea hembra, precisamente por la aparente y apabullante claridad de la respuesta.

Viajemos juntos al pasado. Tal vez allí encontremos una respuesta mejor. Cuando Platón dialogó con Parménides, por persona interpuesta, en Los sofistas, se enfrentó a un dilema enjundioso. Ante él se alzaba la distinción entre lo grande y lo no grande.

¿Todo lo que no es grande -se preguntaba PIatón- es pequeño? La respuesta simple era afirmativa. Pero su inteligencia le llevó a abrir un nuevo espacio, sobre el que asentó un concepto que definió como lo diverso. Tras lo diverso se esconde lo otro, que no es ni grande ni pequeño, ni macho ni hembra, ni siquiera neutro. Del despliegue de este concepto surgió un nuevo continente mental, tal vez uno de los horizontes más fascinantes del pensamiento.

La otreidad, la condición de lo otro, es el origen de la diferencia en el seno de la diferencia. Es un salto intelectual repleto de sentido, donde rezuma la potencia del pensamiento, la nitidez del juicio y toda esa trama avanzante, universal, sobre la que discurre la fuerza penetrante de la inteligencia. Y de la inteligencia de lo diverso surgió, como era obvio, la tolerancia.

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Desgraciadamente, en Madrid, el concepto de tolerancia mantiene aún contornos negativos. Parece como si tolerancia implicara la permisividad de supuestos seres superiores hacia los demás seres. De grandes hacia pequeños. De machos hacia las hembras. De blancos hacia los de color.

No es así. Tolerancia es admitir la otreidad, la diferencia dentro de la diferencia. No implica la compasión de la mayoría hacia la minoría. De lo masculino hacia lo femenino, ni a la inversa tampoco. Se trata más bien de un pulso intelectual por escapar de las redes de lo simple, de los simétrico, en un mundo en el que únicamente la comprensión de la complejidad y de sus intrincados vericuetos, su asimetría, permiten interpretarlo.

Admitir que los tópicos del casticismo madrileño son foráneos, desde el chotis -scotish, escocés-, hasta Chamberí -el Champ de Berry-, no implica déficit de identidad, ni de madrileñismo; es más bien la confirmación de un rasgo natural, no convencional, de la personalidad tolerante de Madrid, entendida como su cualidad para incorporar lo diverso, de hacerlo suyo y de crecer con ello. Por todo, Madrid no es hembra, ni varón; tampoco es neutro. Madrid es, por el contrario, un ejemplo de acomodo de lo entrañable, lo extranjero y lo otro: la universalidad.

Aquí, en Madrid, destella esa suerte de piedra preciosa de la inteligencia, que los seres racionales llaman tolerancia. Ténganlo en cuenta aquellos que intentan sepultar la personalidad -también el sexo- de Madrid. Tarde o temprano su identidad vuelve a emerger del genio tolerante de su ciudadanía.

Y bien. Resuelto pues, en parte, el juego del sexo, les invito a ustedes imaginar de qué color es Madrid.

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