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Los altares del miedo

En 1793, cuando las máquinas del Terror se levantaban por toda Francia, una de sus futuras víctimas bautizó los nuevos patíbulos como "Ios altares del miedo". A la intensidad poética de André Chénier hay que añadir aquí la justeza del concepto. Alcanzar con la muerte a unos pocos es el me dio para conseguir un fin mucho más importante: el silencio de los demás. Así, cuando el miedo se instala en una sociedad azotada por el terrorismo, los asesinos han llegado ya a la mitad del camino, sus medios de acción se han impuesto y han conseguido la domesticación de la sociedad. La otra mitad, la consecución de sus fines políticos, depende de la mayor o menor viabilidad de los mismos. Hubo un momento en que parecía que en el País Vasco habíamos recorrido una parte del camino de la sumisión: el austero hábito del silencio o la complaciente costumbre de asentir parecían haber acampado entre nosotros. Los altares del miedo recibían su sacrificio cotidiano: caían sucesivamente, servidores del orden, periodistas, parlamentarios o simples ciudadanos y el hecho era descrito eufemísticamente por nuestra prensa nacionalista: hasta febrero de 1981 era frecuente leer en sus titulares que alguien había muerto de tres tiros, pero habría que buscar mucho en las hemerotecas para encontrar la. palabra asesinato. Por otra parte, han sido y siguen siendo muchos quienes realizan cotidianamente la apología indirecta de la violencia, aludiendo a supuestos agravios históricos para justificarla.

Afortunadamente, desde mediados, de los ochenta nuestra situación ha mejorado, son cada vez más claras las voces de quienes no se resignan a aceptar la violencia como si fuera la forma vasca de la democracia y hemos empezado a salir del túnel del miedo. Pero, por desgracia, el último atentado viene a recordarnos que nuestra democracia sigue mediatizada por el terror y que la transición democrática es un proceso inconcluso en la sociedad vasca. Ha habido y hay serios obstáculos para el desarrollo de este proceso, sin cuya conclusión la sociedad vasca (o sea, el conjunto de las personas que vivimos aquí) no llegará jamás a ser libre. El principal obstáculo es la idea de que las balas son homologables. con los votos, de que la voluntad mayoritaria debe hacer concesiones a los terroristas. Por desgracia, no siempre podemos impedir la violencia material de ETA; es una fuerza que asesina amparada en el anonimato, muy difícil, por tanto, de combatir. ETA puede matar, pero su verdadera victoria sólo la puede obtener si consigue el reconocimiento de la sociedad democrática. Nuestra superioridad sobre ellos no es física, sino moral: nuestro sistema representa la libre voluntad de los ciudadanos; el suyo, el designio de matar hasta que la mayoría se rinda y les dé por la fuerza una razón que no tienen. Si entablamos contactos con ETA o con sus vicarios habremos satisfecho las expectativas políticas de los terroristas, habremos premiado su acción y estaremos estimulando otras para lo sucesivo. Pero, sobre todo, habremos dilapidado y prostituido nuestro principal capital político: la legitimidad democrática. La democracia no puede aspirar al respeto que le es debido si no comienza por respetarse a sí misma.

Los "negociadores" los "dialogantes", los "intermediarios" los "rastreadores del agravio original", los "buscadores del hijo pródigo", los que piensan "reciclar" la violencia en su propio provecho, los que piensan tolerarlo aunque no les aproveche, todos ellos coinciden en el diagnóstico: la "vía policial" no basta; se hace preciso, además, el diálogo. Creo que no hay verdadero diálogo, sino chantaje cuando una de las partes asesina periódicamente a un miembro de la otra. ¿Se imaginan un diálogo platónico en el que Sócrates pusiera una pistola sobre la mesa?

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Pero estoy de acuerdo en que la policía sola no puede remediar este mal si el conjunto de la sociedad vasca no asume parte de la tarea. La acción policial será insuficiente mientras el 90% de la sociedad vasca no condene de manera incondicional el terrorismo y a los terroristas, condena que debe tener su corolario en el aislamiento político y social tanto de los partidos como de las personas que practiquen o justifiquen los asesinatos. El. terrorismo no puede acabar mientras la inmensa mayoría de los vascos no pongamos por encima de cualquier otro valor la convivencia democrática, la libertad y el pluralismo, valores que no pueden, desarrollarse bajo la amenaza del miedo. Si, por el contrario, una parte significativa de nuestros conciudadanos considerase que por condenar el terrorismo debe 'recibir algo a cambio (como si la libertad, el pluralismo y la seguridad no fuesen bastante), si pensaran que "negociar" con los asesinos es el buen camino para conquistar y merecer la democracia, si creyesen que es posible condenar moralmente el terrorismo y sentarse a dialogar con sus representantes, entonces "abandonemos toda esperanza". Abandonemos toda esperanza y concluyamos que el infierno es para el que lo trabaja.

Juan Olabarría Agra es profesor de Historia del Pensamiento Político de la Universidad del País Vasco.

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