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La guerra de los mundos

La historia de Europa es en buena parte la del combate contra el islam. Europa, es decir la Cristiandad, tiene que sobrevivir primero al surgimiento de una fuerza altamente competitiva con idénticas pretensiones de absoluto; ha de reconquistarse a lo largo de los siglos en dos de sus extremos geográficos: la península Ibérica y el sureste balcánico; y, en su expansión planetaria de los siglos XIX y XX, anexiona vastas extensiones de tierra del islam a los dominios del nuevo capitalismo. El resultado de esa pugna religiosa, económica, ideológica, militar, contrariamente a apariencias y colonialismos varios, es hoy la de un formidable match nulo. Nadie ha vencido todavía.Es, por tanto, verosímil plantear, como ha hecho el politólogo norteamericano Samuel Huntington, el , advenimiento de un nuevo episodio de una lid que no cesa. Tras el ocultamiento -mejor que desaparición- de la URSS y la liquidación de la utopía marxista-leninista, sólo quedan dos sistemas frente a frente, por más que ambos no sean estancos, que se hayan influido mutuamente, y, sobre todo, que el mundo islámico esté vorazmente contaminado del adversario. Islam y mundo occidental.

Esa historia recíproca comienza a mediados del siglo VII con el crecimiento inaudito de una nueva, opción política que se ofrece a vastas franjas de la población del norte de África, el Próximo Oriente, parte de Europa, las cuales abrazan sin remilgos una religión joven, igualitaria, que, en la construcción de un imperio moderno, proporciona seguridad, mayor igualdad de la conocida hasta la fecha, y un cuadro apropiado para la expansión comercial y agrícola: el progreso, en definitiva.

Si un habitante de otro planeta hubiera sobrevolado la tierra a fines del siglo XV, habría podido comprobar cómo esas dos opciones: la euro-cristiana y la islámica abarcaban como dos extensos arcos de territorio situados frente afrente. La primera cubría dos tercios de la parte más ahilada, peninsular casi, de una Europa, a su vez península del continente asiático, más la Rusia nórdica que los zares ya habían reconquistado a la horda de oro. La segunda festoneaba todo el norte de África, Levante, Oriente Próximo y Medio, hasta ocupar el subcontinente indostánico. El primer espacio estaba dividido en Estados proto-nacionales, con una capacidad de acción común pequeña, agotada ya en las fútiles Cruzadas, y en un régimen de guerra interno bastante sostenido; el segundo se descomponía en tres imperios: el otomano, el persa-sasánida, y el mongol o islámico de la India, también muy capaces de hacerse la guerra, pero con una cierta unidad de propósito vinculada a la idea del califato, universal, sin parangón en la ya mundana Cristiandad.

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Ese observador no habría dudado que la iniciativa geopolítica correspondía al islam, que sus Estados eran más ricos, cultos, tolerantes, progresistas que sus rivales cristianos, en plena Inquisición al Sur, y caza de brujas y bárbara supresión de la disidencia al Norte. El visitante habría dado por descontado que en el secular enfrentamiento el islam debería acabar por imponerse, más sobrado de todo como estaba que el palurdo Occidente.

Evidentemente, las cosas no discurrieron así. La Europa protestante nos contaría que fue la Reforma la que lo cambió todo, que la distinción entre las cosas de Dios y las de los hombres fue la madre de la democracia. Renan subrayaría incluso que el desistimiento del auténtico cristianismo, es decir, la moral sin el dogma, sería la gran ruta hasta, la modernidad, mientras que la confusión entre política y religión, o de la religión como única política, habría bloqueado el progreso del islam.

Modernamente, ya nadie se atrevería a sostener, sin embargo, como en los tiempos de Weber, que el protestantismo tiene virtudes inherentes de floración capitalista superiores al catolicismo. Lo notable, en cualquier caso, es que ni el Siglo de las Luces, ni el colonialismo de las sombras han barrido al islam, y que, muy al contrario, ésta es la religión monoteísta que más avanza en tierras de misión, y que, cuando todos los expedientes han fracasado, las masas del mundo islámico, desde Agadir a Yogyakarta, buscan en el reflejo religioso-político la gloria del contraataque. Ese contraataque lo llamamos hoy en Occidente integrismo, fanatismo, terrorismo, inmigración, o, simplemente, el enemigo, ahora que ha desaparecido el homo sovieticus.

Una gran parte del mundo islámico se vuelve hoy hacia un pretérito perfecto, que, naturalmente, jamás existió, en el que reinaba la palabra del profeta, pero que en realidad consiste en invenciones de nuevo cuño como la república de Jomeini en Irán, que ha creado un régimen, sin duda nada democrático se gún los parámetros occidentales, pero totalmente modernista, absolutamente interpretativo y no esclavo del verbo coránico, que no se abona a ninguna tradición islámica conocida. Y ese regreso al futuro se debe a que todas las tentativas de democracia occidentalizante, como en Egipto en el tiempo de entreguerras, en Irán en los años cincuenta, en la formación del Estado paquistaní, 1948, llegaban, posiblemente a destiempo, o fueron impulsadas en un marco de dudosa soberanía nacional. Fracasaron, como ocurrió con las pretensio nes de socialismo islámico á la Nasser, y, más recientemente, con las recetas de neoliberalismo económico en el Egipto de Sadat.

Eso no significa que la democracia no sea posible en el mundo islámico. Sobre todo porque ese mundo es un mosaico plenamente diferenciado, y países como Turquía o Marruecos tienen un camino, ya recorrido hacia lo occidental que no encontramos en Libia o en Irak, por ejemplo. Significa que la democracia sigue siendo un objetivo y que aún están por dar los pasos históricos precisos para ello, aunque no sepamos exactamente hoy de cuáles pueda tratarse.

¿Y por qué el integrismo no debía ser una fase para ello?

Cuando Occidente se inquieta ante el auge de las fórmulas violentas de toma del poder hiperislámico, con su corolario de ataque al extranjero, de pronunciamientos xenófobos, no lo hace por ver los derechos de la mujer ultrajados, porque no quepa esperar la democracia de una victoria de los islamismos, ni siquiera por el desplome de la ola migratoria sobre sus playas. Se inquieta porque recela de hallarse ante un nacionalismo que, si bien mil veces derrotado, pueda alzar hoy de nuevo la cabeza.

Ese nacionalismo, sin embargo, allí donde se imponga, por las urnas si le dejan, es una expresión, de la voluntad popular y, difícilmente, superará en horror e incompetencia a muchos regímenes anteriores del mundo islámico. Pero, en especial, si logra llegar democráticamente al poder, será el interlocutor ideal de Occidente, el que mejor podrá detener o aminorar la emigración al Norte; el que tendrá, por fin, una negociación seria que hacer, el que se desacreditará para siempre si no abona los frutos prometidos. Otra cosa es que, con la inteligencia del monarca marroquí, la habilidad del rey jordano, el progreso de la democracia en Pakistán y Turquía, o una verdadera apertura política en Egipto, el integrismo sea todavía desarticulable. Pero si el camino hacia la realidad de unas instituciones representativas es el integrismo, ¿quién tiene derecho a negarle la victoria?

El enfrentamiento islam-Occidente es básicamente inevitable. Tanto que se está produciendo ya. Pero ese enfrentamiento no va a ser más duro porque se dirima entre una nación de creyentes y otra de descreídos, de musulmanes convencidos y de cristianos culturales. Europa y, por extensión, Occidente sólo han encontrado un obstáculo en su camino de dominación y convencimiento que es el islam. Eso sigue siendo hoy verdad.

La previsión de Huntington era correcta. Pero también lo habría sido hace uno o dos siglos, cuando el comunismo apenas era un sueño de la razón. Ambos gladiadores, islam y Occidente, están acostumbrados, en cambio, a verse las caras desde hace algo más de mil años. Y esa batalla sólo concluirá el día en que sea verosímil una negociación de igual a igual.

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