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Tragicomedia de un judío

Mario Vargas Llosa

Como sobre Cervantes, Goethe o Dante, sobre Shakespeare se ha dicho todo lo que hay que decir y mucho más, de modo que cada nuevo análisis e interpretación nacen por lo general gastados, erudiciones o trivialidades que van a engrosar las montañas de literatura crítica que cercan, y a veces parecen querer asfixiar, la obra genial. Y, sin embargo, el libro que John Gross ha dedicado a- uno de los más imperecederos personaj,es shakespearianos, Shylock, se lee con el placer y el interés que provocan las obras genuinamente originales.Un personaje literario se inmortaliza y vuelve leyenda cuando, como el Quijote, Hamlet o el rey Artus, resume en su imagen y peripecias una condición o ideal alimentado a lo largo del tiempo por hombres y mujeres de muy distinta procedencia, que en aquella figura de, ficción ven encarnados ciertos miedos o ambiciones o experiencias que necesitan para vivir o de los que no encuentran modo de librarse. El prestamista de Venecia, empeñado en cobrar la libra de carne de su acreedor Antonio, que no pudo pagar en el tiempo debido el dinero que aquél le prestó, pertenece a esa misteriosa genealogía de personajes míticos, amasados por el prejuicio, el miedo y la fascinación por la crueldad que han cruzado los siglos y las culturas sin envejecer y que lucen en nuestros días tan lozanos como cuando aparecieron, en los endebles corrales del teatro isabelino.

El antisemitismo que produjo a Shylock era, en tiempos de Shakespeare, religioso, y en los años inmediatamente anteriores a la elaboración de El mercader de Venecia, había habido en Inglaterra un escándalo político, en el que el médico de la reina, un judío portugués acusado de querer envenenar a la soberana, había sido ahorcado y descuartizado. El clima de hostilidad hacia los judíos, de viejas raíces medievales, se había crispado con motivo de este episodio y los críticos ven una reverberación de ello, por ejemplo en El judío de Malta, de Christopher Marlowe, cuyo personaje principal es un verdadero monstruo de maldad.Cuando Shakespeare se dispone a escribir su obra, aprovechando una antiquísima leyenda con versiones romanas e italianas, lo hace, a todas luces, con el propósito de halagar los sentimientos antisemitas de sus contemporáneos, reavivados por el episodio del médico portugués.

Sin embargo, el resultado final sería mucho más indefinible y complejo que la cristalización de un prejuicio religioso en una truculenta ficción y en un personaje caricatural. Como John Gross muestra en su libro, es una pretensión risible la de querer, leyendo entre líneas y de construyendo El mercader de Venecia, ver en la obra una intención de denuncia o de rechazo del prejuicio antisemita. Éste está allí, en su versión de época, y negarlo es desnaturalizar la obra tanto como la desnaturalizaron quienes, en la Alemania de los años treinta, la representaban para ilustrar y justificar las teorías racistas de los nazis. En verdad, el concepto racial no aparece para nada en la historia de Shylock, cuya hija Jessica, y él mismo al final de la pieza, pasan a formar parte de la normalidad social, es decir, a integrar la grey cristiana. Para Hitler la condición judía no era reversible, por eso había que liquidarla fisicamente.Religioso o racial, el antisemitismo es siempre repulsivo, uno de los desaguaderos más nocivos de la estupidez y la maldad humanas. Lo que profundamente se expresa en él es la tradicional desconfianza del hombre por quien no forma parte de su tribu, ese otro que habla una lengua distinta, tiene una piel de otro color y practica ritos y magias desconocidos. Pero se trata de un sentimiento genérico, que en su incomprensión y odio abraza a todos quienes forman parte de la otra tribu y no hace distingos ni excepciones. ¿Es Shylock un personaje genérico, representativo de todos quienes, como él, niegan la divinidad de Cristo y esperan aún la venida del Mesías? Lo es sólo por momentos, cuando recuerda a sus adversarios que los judíos tienen también ojos y manos y que, si son pinchados, brota de sus venas sangre también roja, como la de los demás mortales. Pero no lo es cuando, loco de furor por la fuga de su hija, que además de escaparse con un cristiano le ha robado, clama venganza y quiere desfogar su rencor y su cólera contra Antonio, a quien las circunstancias convierten en víctima propiciatoria. Y tampoco lo es cuando, ante los jueces del tribunal, exige que se aplique la ley, a pie juntillas, sin desfallecimientos sentimentales y recuerda que los contratos, como los reglamentos y los decretos y ordenanzas, están hechos de palabras concretas, de ideas traducibles en actos, no de emociones ni gestos virtuosos.

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Como padre celoso, como prestamista burlado, como frío defensor del cumplimiento estricto de la ley (de cualquier ley), Shylock alcanza formas terribles de inhumanidad, pero en su violenta postura reconocemos muchas otras expresiones de lo humano, ajenas a lo judío, y también a un individuo singular, soliviantado hasta lo bestial por una fermentación del odio, la sed de venganza, el despecho o el rencor de los que no está exento ningún cristiano. Este fondo de humanidad en la inhumanidad de Shylock, en la que todos los espectadores de El mercader de Venecia no pueden dejar de reconocer (con un escalofrío) algo de sí mismos, es, acaso, el atributo más extraordinario del personaje y la principal razón de superennidad.

La contrapartida de estos brotes de humanidad en la inhumanidad de Shylock son los abundantes rasgos de escasa o nula humanidad, e, incluso de inhumana conducta, entre los cristianos de la obra. Salvo Antonio, quien aparece como un ser generoso, dispuesto a servir a un amigo aun a costa de su propia vida, los otros personajes están lejos de ser un dechado de virtudes. La astuta Porcia juega su amor a la lotería, o poco menos, y el marido que le depara el azar, Bassanio, busca y consigue a la bella dama atraído por su dinero, y gracias a una operación mercantil, fin ' anciada por su amigo Antonio. En cuanto a los amores de Lorenzo y Jessica, pretexto para la efusión lírica más hermosa de la pieza, ¿no resultan acaso de una fuga / secuestro y un robo cometido por una hija que destroza el corazón de su padre?

El libro de John Gross, en su fascinante inventario de las transformaciones que ha experimentado la figura de Shylock y su terrible historia en sus casi cinco siglos de existencia, revela cómo, de esa siniestra urdimbre de conflictos y contradicciones morales, cada época, sociedad y cultura extrajo una enseñanza diferente, y cómo El mercader de Venecia fue representada con propósitos políticos e ideológicos diversos -a veces radicalmente antagónicos- sin que esta diversidad de variantes traicionara la (proteica) naturaleza de la obra.

Por lo menos en un aspecto es obvio que los espectadores de hoy podemos juzgar con mayor conocimiento de causa la conducta de Shylock. La función que desempeñan en ella el dinero y el comercio aparecía como algo muy distinto a los contemporáneos de Shakespeare. Estos temas son centrales en la historia de la libra de carne, recordémoslo. El desprecio de los ca-

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Tragicomedia de un judío

Viene de la página anteriorballeros cristianos de Venecia hacia Shylock se debe tanto a su religión como al oficio con el que se gana la vida: prestamista que presta dinero a cambio de un interés. Obtener un beneficio con el dinero prestado -como hace Shylock y como lo harán todos los banqueros del futuro- les parece al noble Antonio y a sus amigos un acto indigno, una canallesca inmoralidad. El sarcástico comentario de Shylock, profetizando a Antonio que si sigue actuando como lo hace -prestando dinero sin interés- arruinará su negocio, podía parecer en el siglo XVI de un pragmatismo repugnante a la ética cristiana. Hoy sabemos que Shylock, diciendo lo que dice y trabajando para incrementar su patrimonio, anunciaba la modernidad y ponía en práctica un principio básico de la actividad económica -la búsqueda de un beneficio o plusvalía-, punto de partida de la generación de la riqueza y del progreso de la sociedad.

Que ese principio, librado a sí mismo, sin el freno de una cultura de la solidaridad y una cierta ética de la responsabilidad, puede llegar a extremos monstruosos también es cierto y eso está alegóricamente anticipado en El mercader de Venecia en el aberrante compromiso del prestatario de entregar una libra de carne de su cuerpo al prestamista si no devuelve a tiempo el dinero que recibió. Las dos caras de Jano del sistema capitalista, que, a la vez que lanzaba el imparable desarrollo de Occidente, producía enormes desigualdades de ingreso y sacrificios tremendos en ciertos sectores sociales, aparecen asombrosamente anunciadas en la peripecia tragicómica del judío veneciano.

Copyrigt Mario Vargas Llosa, 1994.

Copyright Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SA, 1994.

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