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Tribuna
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El soplete

Emocionadamente contemplo desde la platea de cenizas, otra vez más, la enorme capacidad de mi pueblo para convertir las piedras en pan. Perplejo, entre los forjados retorcidos, advierto cómo avanza incontenible la conversión de la última derrota en una gran fiesta nacional, siguiendo el rumbo que iniciaran las tropas del Borbón y que diera su penúltimo do de pecho el gran Jordi Pujol -el de ho reconstruïrem-, cuando sacó también en pública exhibición los sentimientos para que repararan el agujero mortal de su banca privada, por progresión sentimental convertida en la banca de la nación. Inopinadamente advierto en las masas el espeso silencio a la hora de exigir responsabilidades -si la política no sirve para prevenir un incendio mil veces anunciado, para qué servirá-, poco antes de verlas caer desvanecidas, enredadas en su tul ilusión, dispuestas a ser pintadas por Ramón Casas y de recibir, como quien toma sales, la pócima narcotizante de la solidaridad. Divertidamente, entre un mosaico de espejos rotos, evoco en ese gesto de Emilio Botín -un talón pudorosamente doblado de 100 millones que Pujol se aprestó inmediatamente a desdoblar- aquella campaña de su banco, cuarenta años atrás, cuando financió el Camp Nou y logró así que el Santander fuera potencia bancaria en Cataluña. Obsesivamente giro en torno a los palcos humillados y veo a mi amada burguesía investigando la última vuelta del calcetín, ilusionada ante la evidencia de que toda generación necesita una gesta trágica para templarse, convencida -¡por fin!- de que el dinero vale menos que la gloria, a punto de hacemos creer que siempre tuvieron moneda para la cultura y que sólo atendían la oportunidad heroica. Inútilmente, sin aspiración ninguna, pregunto por qué las especulaciones sobre el futuro de la ruina han desplazado a la pregunta de fuego: ¿por qué el Liceo se quemó y quién ha de responder por ello?

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