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Problemas clónicos

Fernando Savater

La más notable de las varias coincidencias entre las iglesias tradicionales y el confesionalismo médico hoy en boga es la vocación compartida de manipular ideológicamente la génesis del individuo humano y sus postrimerías. Venir al mundo y salir de él antes requería exorcismos; ahora, recetas. No es seguro que hayamos resultado gananciosos en el cambio. Así lo demuestra el reciente debate sobre la mal llamada clonación de embriones, lo mismo que los ya reiterativos sobre acondicionamiento del genoma humano o reproducción artificial. Combatir la superstición clerical para reforzar la superstición cientifista o terapéutica es un empeño de utilidad francamente dudosa.Lo alarmante, por supuesto, no son tanto las auténticas perspectivas tecnocientíficas en juego -cuya importancia suele ser generalmente exagerada por investigadores ávidos de notoriedad o de subvenciones- como las legitimaciones o descalificaciones ideológicas que suscitan. Tomemos, por ejemplo, el caso de la bipartición de óvulos fecundados, la supuesta clonación o fetocopia de seres humanos. A favor del procedimiento, aunque con cautelas, se han expresado los que dicen que dicho experimento no es en sí mismo ni bueno ni malo, sino que ya se verá según la utilización que reciba. Es una forma razonable de no decir nada, tan irrefutable como la de quienes señalan que los cálculos de balística nunca han matado de un balazo a nadie. 0 sea: como no quiero pillarme los dedos, llámenme para dar mi veredicto a la hora de las consecuencias... que ya lo habrán dictado en mi lugar. Otros, más decimonónicos, dicen que no se puede poner cortapisas al progreso científico. Confunden novedades con progreso, lo cual, a estas alturas del siglo, es grave, y pasan por alto que tanto las inquietudes ecológicas como el rechazo de armas exterminadoras obligan a limitar tajantemente no ya las investigaciones científicas, sino sus aplicaciones tecnológicas... siempre que puedan ser nítidamente deslindadas y no se haga pasar a las segundas por parte imprescindible de las primeras. En cuanto a quienes proponen con atrocidad utilitarista la posibilidad de que cada cual disponga de un doble clónico como almacén viviente de órganos de repuesto, se les debe agradecer, por lo menos, la franqueza, y luego ponerles a buen recaudo para que no hagan más daño.

Los adversarios de la clonación vienen encabezados por la Iglesia católica, que considera un abismo de iniquidad y locura cualquier alteración genética de los planes divinos: como todo lo que sabemos de dichos planes lo han descubierto los mismos científicos que ahora se disponen a intervenir en ellos, bien pudiera ser que Dios hubiera incluido en sus proyectos a esos manipuladores para seguir aumentando nuestras tradicionales desventuras. La Iglesia emparienta estos procedimientos con el aborto, cuyo alcance criminal, en su opinión, deja pequeños los horrores cometidos por Hitler y Stalin (notable modestia eclesial la de mencionar asesinos masivos tomados de la historia laica, cuando su propio pasado reciente cuenta con ejemplos tan destacados y abundantes). Este planteamiento coincide con el de pensadores como Luc Ferry, quien también se refiere al aborto a este respecto, aunque en su caso para minimizar la licitud del escándalo ante la clonación de embriones. Sin embargo, no todo lo que tiene que ver con óvulos, espermatozoides y úteros guarda obligada si militud moral. Una cosa es

impedir que llegue a ser un individuo no querido y otra muy distinta y mucho más grave obligar a un individuo a ser como otro quiera. Tener hijos o no tenerlos es una decisión que compete a las personas libres: la reproducción es un fenómeno natural, pero la reproducción humana implica una voluntarie dad social y afectiva. En cambio, una vez aceptado el hijo no parece lícito desnaturalizarle,condicionr su indeterminación futura a los prejuicios posesivos de los padres. Tan tiránico es limitar el uso del sexo a la reproducción como desexualizar la reproducción para convertirla en un experimento de química recreativa o en una nueva forma de cultivo en invernadero. En contra de lo que creen los eclesiásticos, el aborto protege los derechos de los que van a nacer; las artificializaciones proyectivas de los nasciturus, por el contrario, les condenan biológicamente a soportar las consecuencias del capricho ajeno más allá de lo impuesto por nuestra materialidad específica. Si de lo que se trata es de la libertad del individuo, es mejor que su origen se deba a la casualidad que al diseño.

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La suposición de que hay procedimientos genéticos para reproducir individuos idénticos (otro Miguel Ángel, otro Hitler, innumerables Julianes Lagos, etcétera) es un pánico disparatado de quienes creen que no somos sino lo que nuestros cromosomas predisponen. Pero es significativo que coincida la pretensión de mejorar las generaciones venideras a base de la manipulación de los genes con el reconocimiento del fracaso educativo de nuestros descendientes. Para asegurar ciertos valores y ciertas destrezas sociales ya no se confía más que en el acondicionamiento previo de lo involuntario, renunciando a inculcar nada útil por la vía que requiere la progresiva comprensión y aquiescencia del individuo. Porque el gran mecanismo de clonación humano es y ha sido siempre la sociedad, por medio de la imitación y el aprendizaje. Es el contagio social lo que perpetúa nuestros logros (¡y quizá también nuestras lacras!) no lo dictado por los cromosomas, cuyo imperio es decisivo sólo en otro tipo de animales. Ese tipo de clonación social propone ciertas pautas (el lenguaje es la principal de ellas y vehículo de todas las demás), pero permite siempre un relevante margen de disidencia, de variación, de mutación cultural. Hoy, ese margen aterra, y no falta quien pretenda curarnos de él con herramientas clínicas. También la clonación social produce sus propios monstruos, pero al menos son monstruos con los que podemos enfrentarnos a fuerza de leyes, de responsabilidad, de comprensión regeneradora o de sanciones; monstruos por efecto o defecto de la humanidad, no por efecto o defecto de la evolución biológica; monstruos que incitan a mejorar el uso de nuestra libertad, no a sustituirla por determinismos hereditarios. Podemos enseñar a nuestra progenie la diferencia entre lo que llamamos bien y lo que llamamos mal, pero sabiendo que ello no impedirá que en ocasiones elijan el mal o que sigan redefiniendo esos términos venerables por cuenta propia y a su propio riesgo.

No, no es cierto que los hijos nazcan en la probeta ni que los padres los encarguen a los Reyes Magos de la tecnociencia. Para ser padre hay que estar dispuesto a educar y a defender los valores que reconocen lo humano en lo humano, sin buscar en la alteración celular coartadas que alivien nuestras obligaciones. De hijos sin padres, abandonados, perseguidos, maltratados, acosados por lo peor de nuestra especie, está lleno el mundo. Practiquemos la clonación social positiva con ellos, reservando para nuestros óvulos o nuestros espermatozoides el mejor uso espontáneo que nos consuele, desafíe y comprometa.

Fernando Savater escritor y filósofo, es catedrático de Ética en la Universidad del País Vasco.

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