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Tribuna
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Ilusiones

¡Con qué ilusión aquellos amigos montaron ese simpático restaurante allá por ópera!Manolo y Chus, a quienes siempre les había gustado cocinar, se hicieron cargo de los fogones, y Carmina por fin pudo demostrar sus dotes de decoracíón interior y ese don de gentes que todo el mundo le atribuía. Como Juan Antonio era contable, ya estaba asegurado ese cargo tan importante en cualquier nueva empresa.

Claro que al principio hubo algunas dificultades. Esa callecita no era la más transitada del barrio, faltaban clientes. También es cierto que sus precios no eran precisamente módicos, pero, ¡caramba!, si restaurantes muy parecidos cobraban incluso más. Se dijeron que todo negocio tarda en hacerse rentable, que sería la maldita crisis. Luego, Manolo y Chus discutieron sobre si, para abaratar costes, se debería meter merluza congelada, aunque, eso sí, siempre que algún cliente le preguntara, Carmina reconocería con una sonrisa algo apenada que, efectivamente, no era pescado fresco.

Y hubo ese disgusto con el camarero. Si piensa que le estamos explotando, pues que se vaya, sentenció Juan Antonio. ¿Qué se cree, que no hay miles de chicos dispuestos a trabajar por ese dinero, sin contrato ni seguridad social? Es más: así nos ahorramos un puesto. Luego, Juan Antonio se mosquearía un poco cuando Manolo le recordara sus comienzos, cuando trabajó como abogado laboralista.

Total, que un día tuvieron que cerrar. Las deudas siguen siendo cuantiosas. Y es que el capitalismo es voraz, esa ley de oferta y demanda impone. Luego hay el inexplicable deseo de tantos seres humanos -presos de algún sueño primordial- de regir un establecimiento público, aunque nunca hayan tenido la menor experiencia. Después de ser simpático restaurante, aquel local pasó a ser librería, tienda de regalos, anticuario y, finalmente, bar.

¡Ay, un bar! Montar un bar en Madrid siempre ha significado tener una mina de oro. Aunque a los pocos días de abrir sea obvio que se ha olvidado un sitio donde guardar las cajas de coca-cola. O que el sobrino del dueño realmente no tenga muchas ganas de ser camarero. O que cuando un cliente, el único en el local en ese momento, pide cortésmente si sería posible bajar un poco el volumen de la música, no procede contestarle con una brusca negativa. Poco después, ese bar también cerró.

Pero esto no ha de desalentar. Vamos, se dice que la ilusión es lo último que se pierde. De nuevo está disponible aquel local de ópera. Mira, las condiciones son muy interesantes...

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