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Tribuna:ANIVERSARIO DEL ESTATUTO VASCO
Tribuna
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Sentimiento y razón para el posnacionalismo

Ramón Jáuregui

Catorce años después de la aprobación del Estatuto de Gernika quienes hubieran visitado nuestra tierra entonces y regresaran hoy, encontrarían un país transformado. A pesar de la apariencia de una violencia política que se repite a sí misma y que sigue ocupando su imagen informativa. Se encontrarían con que el euskera está en la Ad ministración pública, en la tele visión y en la calle, y que en euskera puede estudiarse en los colegios y en la Universidad; que más de 50.000 funcionarios vascos se ocupan de sanidad, medio ambiente, infraestructuras o promoción de la industria vasca; que hacen su trabajo bajo un Gobierno y según las leyes de un Parlamento surgido de elecciones libres donde todas las opciones tienen cabida; que el 100% de la recaudación de los impuestos se hace aquí, y que el símbolo más visible de la autoridad es la Ertzairitza (la policía autónoma vasca). Tenemos, en fin, una de las autonomías más avanzadasdel mundo. Para los primeros años, cabe esperar acuerdos sucesivos hasta la culminación, del Estatuto de 1979. Como decía un reciente reportaje en EL PAÍS, pronto el anagrama de Correos será la marca más vi sible de la Administración central en el paisaje cotidiano y las funciones más destacadas dé las Fuerzas de Seguridad del Estado -si exceptuamos la persistente anormalidad provocada por el terrorismo- se reducirán a la concesión del DNI y el pasaporte, y a la vigilancia de puertos, aeropuertos y fronteras.

Todo ello ha de provocar, sin duda, un cambio cualitativo en el desarrollo político del País Vasco, en el esquema de partidos y en su orientación política e ideológica. Recientemente, he apuntado que esta nueva situación -en la que el hecho nacional/diferencial vasco ha sido virtualmente asumido, y las principales reivindicaciones históricas que desde él se planteaban satisfechas- pudiera caracterizarse por la superación del nacionalismo político e ideológico. Estaríamos entrando en una fase, más o menos dilatada, en la cual la identidad nacional y el sentimiento que origina se estarían agotando en tanto que motores de un movimiento de reivindicación política. En otras palabras, la misión histórica del nacionalismo político estaría en trance de ser cumplida y, por ello, las estructuras políticas de este movimiento y sus líderes harían bien en reflexionar sobre cuáles serían sus objetivos y su razón de ser en la nueva etapa.

Naturalmente, me dirijo, con el mayor de los respetos, a quienes son capaces de reflexión y razonamiento, al nacionalismo democrático, que ha tenido su papel fundamental en el desarrollo autonómico, y es socio de coalición con el Partido Socialista en el Gobierno vasco. El otro, el nacionalismo obnubilado y violento, incapaz de comprender la sociedad y el mundo que le rodea, seguirá cociéndose en sus propios fantasmas estridentes, víctima de la inercia del pasado, de decisiones y acciones fatales e irreversibles (para sus víctimas de modo directo, claro está, pero también para ellos, que han hecho de la violencia y la muerte su medio de comunicación y su mensaje). Están fuera de cualquier argumento o discurso político.

Pero al nacionalismo democrático, la sola mención del posnacionalismo político como tema de reflexión (más allá de los méritos del término, que dejo a los especialistas para su evaluación) le ha provocado una reacción refleja, temperamental, como cuando a uno le tocan el sustento o le mentan una intimidad de las relacionadas con el honor. Y como corresponde a una cuestión de honor, Xavier Arzalluz, líder del Partido Nacionalista Vasco, no ha tardado en lanzarme su respuesta, metafóricamente, a la cara: "Hace falta tener jeta para que un dirigente socialista, en vez de hablar hoy del postsocialismo, que ha hecho el ridículo en todo el mundo, hable del posnacionalismo, cuando del nacionalismo estaremos hablando dentro de 100 años, porque es lo que queda: el sentimiento de lo propio".

La equiparación del socialismo democrático con el comunismo derrotado es injusta y ofende a la verdad. Pero no es este el tema que nos ocupa.

Quizá sin darse cuenta, Arzalluz da, con su sopapo dialéctico, en el centro de equilibrio entre cabeza y corazón, entre razón y sentimiento en la cuestión nacional. Porque, ¿qué es lo propio a que se refiere el líder nacionalista? ¿La tierra, el euskera, el linaje, las instituciones, la bandera y demás símbolos nacionales, un modo de ser y unas costumbres? ¿O, quizá, una adscripción política explícita en función de todo lo anterior? ¿Y a quién pertenece, políticamente, el sentimiento de lo propio? ¿A un partido, es decir, por definición, a una facción política de una comunidad plural? ¿O a la comunidad en su conjunto?

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El sentimiento de lo propio, en un contexto nacional normalizado, sólo puede ser un sentimiento de todos, capaz de abrigar al conjunto de la sociedad. A partir de ahí, el discurso y la confrontación política en una sociedad sana se nutren de razones políticas -por muy apasionadas que éstas puedan ser- capaces de expresar la diversidad social y dirimir los problemas desde una base compartida de identificación comunitaria.

Que el sentimiento de lo propio vasco sea hoy compartido por una larga mayoría -que rebasa, con mucho, el ámbito político e ideológico nacionalista- es, sin duda, una victoria histórica del nacionalismo democrático. Que la realidad social y cultural, que el marco institucional autonómico ha consolidado, sea de amplio consenso -e incluya hoy a sectores que, de entrada, ni sentían lo propio ni apoyaban la experiencia autonómica se debe, en buena medida, a los últimos años de Gobierno de coalición entre nacionalistas y socialistas en Vitoria.

Llegados a este punto, el nacionalismo se halla ante una encrucijada. Sus principales aspiraciones históricas, en lo que se refiere al acomodo de la diferencia nacional y al nivel de autogobierno, están siendo alcanzadas en lo fundamental. Se ha llegado hasta donde permiten los delicados equilibrios de una sociedad no homogénea, compleja y plural. El nacionalismo tiene, en mi opinión, dos opciones estratégicas. Puede elegir la radicalización autodeterminista, la vía del y ahora más. Pero arriesgará las bases de un consenso social difícilmente alcanzado, enviará un mensaje de inestabilidad institucional permanente a los agentes económicos internos y externos, y poniendo nuevamente en cuestión el marco autonómico, dará pábulo a quienes creen tener argumentos más contundentes. Por esa vía perderá el apoyo de los sectores sociales y económicos moderados que le han apoyado hasta ahora, preocupados por la imagen exterior del país y por la profundidad de la crisis.

Pero también puede, como espero, asumir su victoria histórica en lo esencial de la cuestión nacional, apostar por la estabilidad y reconvertir su proyecto político en clave posnacionalista, buscando sus señas de identidad en un marco de normalidad, sean éstas de inspiración socialcristiana, conservadora, liberal u otras.

Colocar, permanentemente, los sentimientos nacionales en la batería política como munición principal es peligroso. Y como ocurre con las grandes emociones, resulta agotador. Puede justificarse en trances históricos épicos, cuando la integridad física, territorial o la identidad nacional están directamente amenazadas. Pero proclamar que la situación descrita al principio de este artículo responde a algo semejante, es infravalorar la capacidad de raciocinio de los vascos, y dejaría estupefactas a las sufridas gentes del Kurdistán, Palestina o Kosovo, que para sí querrían opresión parecida. No se puede vivir el sentimiento épico nacional todos los días. Hay que dejarlo para las grandes ocasiones.

Para el nacionalismo democrático -como para el socialismo- es la hora de las razones políticas. Nosotros estamos en ello, redefiniendo ideas y políticas ante una situación nueva -tanto en Europa como en España y Euskadi-, donde hemos sumado a nuestro proyecto a una parte significativa de la izquierda nacionalista. Los tiempos de cambio no perdonarán a quienes no establezcan, claramente, sus opciones.

Puedo comprender la voluntad de poder en Arzalluz, como en todo político de raza, pero apuntarla en dos direcciones opuestas -arrimar el hombro en Madrid, y exigir días después una solución confederal o mentar la autodeterminación apelando a una supuesta opresión- no parece compatible. La ambigüedad no es sostenible indefinidamente.

Como socio principal del PNV en la Gobernación del País Vasco, y como político interesado en la estabilidad que nos permita trabajar a largo plazo por nuestro país, mi interés es grande por saber cuál será el camino elegido.

Ramón Jáuregui es secretario general del PSE-EE (PSOE).

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