Los caracoles del Rastro
La estatua que preside la plaza de Cascorro no es ecuestre, sino pedestre, porque por una vez, y sin que sirviese de precedente, el héroe de la no muy heroica batalla que da nombre a la plaza no fue un general, ni un almirante, ni siquiera un bizarro oficial, sino un soldado de a pie, Eloy Gonzalo, madrileño y hospiciano, precursor del cóctel mólotov y protokamikaze, representado sobre su humilde y venerado pedestal portando una lata de petróleo como emblema heráldico.Un héroe popular, como corresponde a tan castiza barriada, un héroe a la medida del Rastro que cada domingo levanta su tinglado inmemorial en su entorno.
Ramón Gómez de la Serna, que rastreó infructuosamente en sus tenderetes siguiendo la pista de "los diez espejos mágicos que mandó forjar el emperador Hoang-Li", recomienda bajar al Rastro "cuando nos duelen desapariciones, porque el Rastro es lo que no desaparece nunca". Por más que lo intenten ordenar, reconvertir, remodelar o controlar ediles descontrolados y guardias de la porra, el Rastro es inexpugnable, inescrutable y anárquico dentro de un orden misterioso y cabal.
Entre la numerosa e inclasificable fauna que se mueve por la zona destaca el humilde caracol, reclamo gastronómico de una taberna que toma su nombre. Desde 1942, Los Caracoles bullen en su salsa a escasos metros de la estatua del héroe: son los caracoles del tío Amadeo, tabernero desde 1942, burgalés de origen y señor de estos apacibles y sabrosos moluscos gasterópodos, cuya lentitud desmiente con su incesante y acelerado trajín detrás de la barra el propietario del establecimiento.
El tío Amadeo está en todas partes, cucharón en mano, repartiendo y pregonando las delicias que aguardan en la gran olla colectiva donde se funden en armoniosa compaña los famosos caracoles, los zarajos de Cuenca y el chorizo segoviano de Bernuy de Porreros. El tío Amadeo es un infatigable y retórico propagandista de los productos de la casa: nadie puede salir de su establecimiento sin probar su guiso, elaborado según la vieja receta de su madre campesina.
"Hay que saber sorber", proclama sonriente el tabernero, y hay que saber mojar, dos sabidurías que se ejercitan sin tasa y sin gran dispendio en este bar castizo bajo los auspicios del canoso y robusto anfitrión, licenciado por la universidad de la ladera, como gusta decir orgulloso de su origen campesino, y catedrático de gramática parda, que en su acelerada cháchara lo mismo cita los versos del niño yuntero de Miguel Hernández que parodia con voz y gesto los últimos modismos de la televisión.
Carne y salsa
Padre de siete hijos, autodidacta y al pie del cañón desde los 10 años, el tío Amadeo diserta hoy sobre su tema favorito y canta las excelencias de los caracoles de invierno que se han oreado y curado por sí mismos, más magros y más sabrosos que los de la primavera aunque de menor tamaño. La gustosa salsa que los acompaña se puede tomar también como caldo, improvisado consomé con el que la casa invita a sus parroquianos y a los nuevos clientes.
Durante la semana, Los Caracoles reciben la visita obligada de los vecinos del barrio para convertirse los domingos, en horas de Rastro, en multitudinaria y multinacional asamblea, ágora bulliciosa sobre la que se impone la voz rotunda y hospitalaria del tío Amadeo, que tiene una frase a punto para cada comensal que se acerca al mostrador y reparte gratuitamente sus consejos con cada chusco de pan que va dejando caer junto a las humeantes cazuelas.
El tío Amadeo asegura, y es una verdad incontrastable, que para ser un buen tabernero hay que poner, como él pone, "alma, corazón y vida" en el oficio y que los caracoles saben muchísimo mejor cuando se sirven con amor, como él viene haciendo desde hace 50 años, amparado por la sombra protectora del héroe de Cascorro.
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