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Tribuna:PIEDRA DE TOQUE
Tribuna
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La paradoja de Grosz

Mario Vargas Llosa

En la primavera de 1985, en medio de una abrumadora gira de presentación de un nuevo libro, me escapé un par de horas al Palazzo Reale, de Milán, para ver una exposición dedicada a Gli anni di Berfino, de George Grosz. Tres meses después, en el tórrido verano italiano, hice un viaje ex profeso para volver a ver la muestra, en la fantástica (plásticamente hablando) ciudad de Ferrara. Y, algún tiempo más tarde, tuve la suerte de recorrerla por tercera y última vez en la sala de exposiciones de la Mairie de París.Para entonces ya sabía que Grosz era un artista cuya obra y cuya vida me importaban sobremanera, más que buena parte de los pintores modernos que conservo en la memoria, por razones que tienen que ver con su talento, desde luego pero también con su caso. Este, al igual que su obra, ilustra de manera ejemplar un aspecto central de la creación artística: su relación con la historia y la vida, con la verdad y la mentira, el tipo de testimonio que la ficción ofrece sobre el mundo objetivo. Sabía también -y lo iría sabiendo cada vez más, en los anos siguientes, mientras perseguía por el mundo las obras accesibles de o sobre Grosz- que mi fascinación con lo que pintó, dibujó, escribió e hizo o dejó de hacer en sus 63 años de vida se explicaba por afinidades y contrastes que, en el año que acabo de pasar en Berlín -la ciudad de Grosz-, he tratado de averiguar.

Nacido en 1893, en una pequeña aldea de Pomerania, Grosz encontró en el dadaísmo, que llegó a Berlín procedente de Zúrich, en 1918, un clima, una filosofia y unos métodos apropiados para dar rienda suelta a su anarquismo e iconoclasia, a sus furores y virulencias contra el régimen político y las instituciones de la naciente República de Weimar y a unos sueños revolucionarios, más destructivos que constructivos, que lo mantendrán hasta 1925 en el Partido Comunista, en el que ingresó, en diciembre de 1918, con otros dadaístas berlíneses como Wieland Herzefelde y Erwin Piscator. Desde entonces colabora en todas las revistas, manifiestos y espectáculos-provocación de Dadá, a la vez que imprime sus primeras carpetas de litografías, dirige e ilustra innumerables publicaciones de la vanguardia artística y la acción revolucionaria, protagoniza escándalos, hace exposiciones, es enjuiciado y multado tres veces por blasfemo y ofensor del Ejército, y vive hasta los tuétanos, sin desperdiciar, se diría, uno solo, todos los desenfrenos, locuras, diversiones y polémicas de esos años veinte, preparatorios del segundo gran apocalipsis europeo, pero también de prodigiosa fecundidad artística.

Son los grandes años de Grosz. Nadie, en Berlín, en Alemania, personificará mejor en el dominio de las artes plásticas y gráficas los años de We1mar, nadie llevará el expresionismo más lejos en el camino de la virulencia y crispación. Alcanza un sólido prestigio, pero su obra es asimismo objeto de airadas críticas por los sectores conservadores, que le reprochan su obscenidad, antimilitarismo y blasfemias, y, a veces, por sus propios camaradas, que toman distancia con sus excesos iconoclastas. Lo cierto es que el mundo de Grosz, aunque esquemático, es, desde el principio, demasiado individualista, arbitrario, obsesivo y violento para servir los objetivos de un partido político, aun cuando éste se proponga hacer tabla rasa de la sociedad existente. La exaltación del proletario y de la futura sociedad sin clases es infrecuente en una obra que, hasta comienzos de los años treinta, parece exclusivamente orientada a satirizar y abominar militares, burgueses, gobernantes y religiosos, y a describir con alucinada minucia a prostitutas, depravados y criminales.

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A partir de 1933 su vida y su obra experimentaron un vuelco radical. Gracias a una academia de arte neoyorquina, la Arts Students League, pudo trasladarse a Estados Unidos, muy a tiempo, pues 18 días después de su partida Hitler subía al poder y caía sobre Alemania la noche del III Reich. Pocos artistas eran tan detestados por los nazis como él, y con toda razón. El encarnizamiento del régimen contra su obra fue implacable. Max Pechstein calcula que unas 285 pinturas y dibujos de Grosz desaparecieron o fueron destruidos durante el nazismo, el que, además, le quitó la nacionalidad alemana y confiscó todos los bienes de su mujer (él no tenía patrimonio alguno).

Grosz vivió en Estados Unidos prácticamente el resto de su vida. Pero murió en Berlín, a poco de regresar, en 1959. Con la excepción de dos años, en que gracias a una beca Guggenheim pudo dedicar todo su tiempo a pintar, trabajó como profesor, en universidades y academias privadas. Sus esfuerzos por triunfar en su país de adopción como pintor o como ilustrador y caricaturista de grandes revistas -The New Yorker, Esquire, Fortune- fueron vanos. Hizo muchas exposiciones, y mereció a veces juicios elogiosos de la crítica -más por su obra pasada que por la reciente-, pero vendió poco, a veces nada, y jamás consiguió que sus dibujos y apuntes sobre la vida y las gentes de Estados Unidos -amables o de simpática ironía- interesaran al público.

Aunque sus cartas, sobre todo las de los años del nazismo y de la guerra, son amargas y con arrebatos de desesperación, su vida pública, al menos, fue, durante estos 26 años, la cómoda y atareada de un pequeño burgués de los suburbios, buen esposo y padre de familia modelo, cumplidor de sus obligaciones, al que aquella sociedad organizada por el mercado, de la que esperaba la fortuna y la gloria, nunca permitió rebasar una discreta medianía. El alcohol fue un compañero, al principio discreto y al final ominoso, de aquella época. A su casa de Long Island llegaban con frecuencia los exiliados alemanes, amigos y compañeros de los años de Berlín, con los que Grosz se encerraba noches íntegras, en su estudio, a fumar y beber. En la tranquila soledad del barrio se los oía discutir, en fogoso alemán, sobre Stalin y el marxismo, al que muchos de aquellos expatriados -como Wieland Herzfeld o Bertolt Brecht- seguían fieles y a los que Grosz execraba ahora tanto como a Hitler y al fascismo.

En esos 26 años, Grosz se convirtió en un ser muy distinto del que había sido en Alemania, y también en un artista cuyos designios y realizaciones parecen tener poco o nada que ver con los del exaltado creador que fue en su juventud. Es injusto descalificar en bloque, en términos estéticos, sus cuadros y dibujos de los años treinta y cuarenta, pues ellos delatan siempre el oficio de un artista de primer orden. Lo que brilla por su ausencia en esas telas

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Copyright Mario Vargas Llosa. Copyright Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas, reservados a Diario EL PAÍS, SA, 1992.

La paradoja de Grosz

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y cartulinas son el odio, la irracionalidad, lo arbitrario, esas presencias que vienen de los estratos más oscuros y reprimidos de la subconsciencia, que impregnaban con tanta fuerza el fingido realismo de sus caricaturas berlinesas, cargándolas de esa fuerza espontánea, demoniaca, incontrolable, que Bataille llamaba el mal lo que atenta contra la vida en comunidad y es amenaza de disolución para la especie. El mundo de Grosz de los años norteamericanos apela a la sensatez, la inteligencia, la razón, para no decir la bondad y la generosidad, así como el anterior se dirigía, más bien, a lo violento y retorcido de la naturaleza humana, aquellos instintos y pulsiones terribles asociados al sexo y a la muerte que la civilización trata de domesticar para que la vida en sociedad sea posible.

Por esas razones, morales antes que estéticas, rechazó el Grosz de esos años su obra anterior: "No me gusta la obra de mi periodo sucio; todo eso ha quedado atrás". Solía enfurecerse cuando alguien la elogiaba. Y vez que tuvo ocasión afirmó, de manera enfática, que en Estados Unidos su arte había alcanzado mayor maduración y excelencia. No debe verse en estas afirmaciones la necesidad de autoestímulo, natural en todo artista. En Grosz expresaban una verdad profunda: en esos años, pintar y dibujar era para él una manera de integrarse al mundo y de manifestar su aceptación de la sociedad en la que vivía, así como antes había sido la de destruir la realidad y metamorfasearla en una ficción hecha a la medida de sus pasiones y fobias.

La visión dogmática tiene consecuencias trágicas cuando un Gobierno basa en ella sus políticas, pues para poder aplicarlas debe recortar y violentar la realidad humana, siempre más compleja y sutil que los esquemas ideológicos y las cosmovisiones maniqueas. Éstas pueden, por el contrario, servir de maravilla para crear una obra de arte, que es siempre una ficción, una reducción esencial de la vida vivida, de lo real. La visión esquemática, la radiografía en blanco y negro de lo humano, si va apoyada, como en el caso de Grosz (o, para la literatura, de un Brecht), de una gran maestría técnica, de un inteligente control de los medios formales, puede traducirse en una poderosa y persuasiva realidad creada, en un mundo alternativo al de la experiencia vivida. A condición de no confundirla con la realidad real, de identificar en ella la fabulación que es, ese simulacro falaz de la vida, transustanciado en obra artística, a la que el genio dota de apariencia de verdad, adquiere la legitimidad y la valencia positiva de las genuinas creaciones. Y aunque es una superchería, muchas veces se superpone a lo real y lo reemplaza. El mejor Grosz, en lo tocante a sus dibujos y pinturas, era el que odiaba y zahería sin piedad, soñaba con apocalipsis y crímenes, dividía la realidad en diablos (militares, curas, rameras, burócratas y capitalistas) y santos (revolucionarios y obreros) y volcaba todo ello en imágenes tan seductoras como mentirosas.

El otro Grosz, el apaciguado y reconciliado con la vida, el mundo y los hombres, sensible a la ambigüedad de la existencia, al que la furia y la intransigencia fanáticas de su pasado avergonzaban e irritaban, el del sentido común, el Grosz empeñado en pintar de acuerdo a los sanos, limpios y convencionales valores de la clase media -cuya expresión gráfica eran aquellas ilustraciones de Norman.Rockwell, el benigno artista a quien tantas veces dijo en sus últimos años que le hubiera gustado parecerse-, produjo una obra sin nervio, hecha sólo de oficio, a veces de muy buen oficio, inca paz de suscitar el hechizo que provocaba como artista cuando dejaba salir de sí lo más ácido y negro, lo peor que lo habitaba.

Esto puede desmoralizar a quienes piensan que el arte debe nacer de los buenos sentimientos y de las ideas verdaderas, algo que, en efecto, ha ocurrido a veces. Pero no siempre ha sido así y, precisamente, es rasgo característico del arte moderno que ello no ocurra. En nuestro tiempo, debido a que, a diferencia de las culturas religiosas del pasado, en las que había una espiritualidad unificadora. de la sociedad, un indivisible consenso sobre los valores éticos, artísticos y trascendentes, en la sociedad occidental contemporánea, escindida y fragmentada en todo lo que concierne a moral, religión, cultura política, el arte ha pasado a expresar, en vez de la regla, sólo la excepción. Ya no el sentir, el creer, el desear, del conjunto o de la mayoría, sino el de un espíritu solitario, magnificado por la cultura de la libertad. Esta, no lo olvidemos, es la cultura del individuo soberano, así como las culturas totalitarias de la época moderna y las religiosas del pasado (o de nuestros días) eran y son las de la colectividad. El arte, hoy, expresa sobre todo al individuo excéntrico, a veces violentamente enfrentado contra el todo social, contra la misma existencia, y la obra artística, enteramente construida a partir de una diferencia -las obsesiones y sueños personales del artista-, erige un mundo autónomo, adversario y, en todo caso, diferente del real.

En esos mundos del arte y la literatura -los mundos de la ficción , otros individuos encuentran a veces formuladas sus propias utopías secretas, el alimento conveniente para aplacar sus apetitos más íntimos o para reconocerlos. A mí me ocurre con la obra de Grosz, sobre todo la de los años de Berlín. Para admirarla no necesito coartadas éticas o políticas -antifascista, antiburguesa, premonitoria de cataclismos históricos-, ni psicológicas -obra descriptiva de pulsiones y reprimidos instintos-, porque, aun siendo muchos de ellos adecuados, estos razonamientos prescinden casi siempre de la verdad principal: que Grosz se sirvió de todo ello para construir su mundo, en vez de construirlo para servir a esas ideas o realidades ajenas a su propio egoísmo de creador.

Una gran obra artística es algo misterioso y complejo, a lo que es arriesgado aproximarse armado de barómetros ideológicos, morales o políticos, aunque no hacerlo es escamotear algo que también le es consustancial: que ella no nace en el vacío, que ejerce su influencia dentro de la historia. Algunas se dejan entender con facilidad y pueden ser instrumentalizadas de diversa manera, por su elasticidad, vaguedad o polivalencia. Otras, como la de Grosz, mucho menos, y por eso, a menudo, sus críticos denotan ante ella cierto malestar. Algunos pretenden juzgarla sólo por sus aciertos artísticos, como si las feroces distorsiones y violencias que opera sobre el mundo real no fueran tan constitutivas de su ser como sus amalgamas, formas y colores. Y los que toman en cuenta su anécdota a menudo se resisten a aceptar su contradictoria naturaleza, de obra que, a la vez que recriminación despiadada, es también exaltación y apoteosis de un mundo con el que -en contra de su razón, sin duda- el artista se identificaba íntimamente.

Grosz no era un artista so cial. Era un maldito. En una época en que toda obra artística original está, en cierto modo, condenada a serlo, pues, debido a los muy superficiales y movedizos consensos que se estable cen en la civilización moderna en materia artística, toda obra novedosa aparece como excéntrica y marginal, esta denominación no quiere decir ahora gran cosa. No, en todo caso, lo que Baudelaire insinuaba con ella cuando la empleaba. Pero sí que la obra de Grosz nació de la más pura autenticidad, en el ejercicio de una libertad que no aceptaba bridas, que erigió sus fantasías revolviendo las sentí nas de la sociedad y del corazón humano, y que a esta imperecedera impostura el tiempo ha terminado por dar más fuerza y verosimilitud que a su extinto modelo. Los años de Berlín no son, hoy, los que padeció y gozó Alemania, sino los que Grosz inventó.

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