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La apuesta de la conferencia de Río

¿Es la defensa del medio ambiente un problema político o solamente un problema técnico y científico? Precisemos la cuestión. Hablar de problema político supone que se identifican los intereses en juego y, por consiguiente, la naturaleza del conflicto, pero también que se nombra la instancia decisoria que debe intervenir y hacer que se aplique lo que se convierte en una ley. Si el conflicto permaneciera impreciso desde un punto de vista social, podría, no obstante, darse la intervención de uno o varios Estados; por el contrario, si no se precisa cuál es la instancia decisoria, puede haber un movimiento de opinión susceptible de dar origen, aquí y allá, a partidos políticos. Pero la cuestión planteada ahora, con ocasión de la conferencia de Río, es saber si la ecología se constituye en problema político o si permanece limitada al ámbito de la cooperación internacional tal y como se viene desarrollando desde hace un siglo, o bien si es una corriente de opinión marcada incluso por el rechazo de las instituciones y de los agentes políticos.Seguramente, estos tres significados de la acción ecológica se mezclan constantemente; pero, como nadie pone en duda la realidad de los problemas planteados y como la fuerza de la corriente de opinión es ya indiscutible, la cuestión central consiste en saber si se puede hablar de un movimiento ecológico y, por tanto, de una acción política. Se impone una respuesta afirmativa. Existe hoy día un enfrentamiento directo entre quienes poseen la mayor parte de los recursos del planeta y quienes se ven reducidos a ser proletarios del consumo, de la comunicación y del medio ambiente. Estos grupos ya no son grupos sociales en el seno de una sociedad nacional; enfrentan al Norte y al Sur, entre quienes la distancia económica, política y cultural no deja de aumentar. Los grandes equilibrios del planeta, y en particular el mantenimiento de la temperatura media de la atmósfera, así como la diversidad no sólo de los espacios vegetales y animales, sino también de las culturas humanas, se ven amenazados por la concentración de los recursos, la tipificación de los productos, el dominio ejercido por los centros de producción de bienes materiales y culturales, la acumulación de los residuos ordinarios, peligrosos o incluso radiactivos, la destrucción de las tierras y de las poblaciones, etcétera. Con el movimiento ecológico nace una nolítica internacional que va no pertenece al ámbito de las relaciones entre los Estados, sino al de los conflictos sociales y políticos dentro de la sociedad Tierra. Lo cual impone la creación de una agencia central de decisiones. Creación que viene siendo preparada desde hace tiempo por congresos y comisiones, entre los cuales el Congreso de Estocolmo y, más recientemente, la Comisión Bruntland y la acción internacional emprendida por Maurice Strong han desempeñado un destacado papel.

Hace apenas unos meses, en plena euforia de la caída de la Unión Soviética, Francis Fukuyama, investigador del Departamento de Estado norteamericano, volvía a lanzar la idea del final de la historia. Tras la derrota del fascismo y del comunismo, e incluso el agotamiento del integrismo iraní, ya no existe un debate fundamental en el mundo. Todos los países reconocen la superioridad de la economía de mercado, de la democracia política y de la secularización. Ya no hay ninguna idea que parezca falsa. Los conflictos sociales y políticos nacidos en el siglo XIX se han agotado, puesto que los Estados totalitarios contienen en sí mismos su propia destrucción. Pero estos conflictos han sido reemplazados por un conflicto más fundamental, porque ya no enfrenta sólo a los have (que tienen) con los have not (que no tienen). La vieja idea de proletarización, que reúne las ideas de explotación y de alienación, de pérdida de los recursos y de pérdida del sentido, es más cierta que nunca, mientras los obreros proletarios se han convertido, en los países industriales, en miembros de la clase media, acomodados y defendidos por los sindicatos, partidos políticos y leyes sociales.

Pero no basta con reconocer la naturaleza política de los debates sobre medio ambiente. Hay que añadir que, en este caso, como en el de todos los grandes problemas de los movimientos sociales, los adversarios en conflicto y los propios problemas tienden a degradarse constantemente, a naturalizarse. Así fue como, en el siglo XIX, muchos no quisieron ver más que la tuberculosis, la sífilis, la prostitución y los tugurios, sin percibir detrás de todo ello la proletarización. Hoy, igualmente, se percibe, por parte de los dominadores, una defensa artificial de la idea de equilibrio que puede llevar a impedir que los pobres accedan a los medios de escapar a su miseria, y, por parte de los dominados, una obsesión por la identidad que no conduce más que a crear poderes Ideológicos y políticos reaccionarios. Si el debate enfrenta naturaleza y cultura, está adulterado y sólo puede conducir a un doble fracaso y a la agravación de los problemas. Como muy bien ha definido la Comisión Bruntland, el objetivo debe ser un desarrollo duradero, es decir, que asegure las condiciones de su propia continuación, controlando y suprimiendo sus efectos y sus aspectos negativos. Mientras los obreros lucharon contra el maquinismo, no hubo movimiento obrero; igualmente, hoy día, el movimiento ecológico sólo puede fortalecerse si propone soluciones positivas. Cosa que viene haciendo desde hace tiempo. Ya en los años setenta, cuando la lucha antinuclear era la más importante, a las reacciones antimodernistas e irracionalistas de muchos se oponía un movimiento dirigido por científicos que exigían ante todo más conocimientos y, sobre todo, más responsabilidades, es decir, que se tuvieran en cuenta las consecuencias más remotas, en el tiempo y en el espacio, de las técnicas utilizadas.

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La humanidad ha entrado en una nueva era política. Tras la era de las revoluciones y de la destrucción de los antiguos regímenes, tras la era de los movimientos de liberación de los trabajadores y de las naciones colonizadas, se ha abierto la era de las luchas contra la destrucción del medio ambiente natural y cultural y contra los efectos devastadores del consumo y de las comunicaciones de masas. Los problemas a resolver son temibles, pero se puede esperar que, más aún que en etapas precedentes, un fuerte movimiento de protesta por parte de los que dominan acelere la concienciación respecto a los efectos planetarios de la producción y del consumo de masas de los países más ricos. Participando en este gran debate saldremos además del agotamiento de las fuerzas y de las ideas políticas que había ocupado el escenario de nuestra historia en las etapas anteriores.

Alain Touraine es sociólogo y director del Instituto de Estudios Superiores de París.

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